Amatiño
Iritzia
El Diario Vasco
La empresa Vicinay Cadenas ha sido galardona por la Fundación Sabino Arana por su esfuerzo en innovación e internacionalización. Vicinay es un referente mundial en la sujeción de plataformas petrolíferas marinas, y esta posición de liderazgo adquiere mayor relevancia si consideramos que la empresa nació hace nada menos que 250 años. Es decir, casi un siglo antes de que en 1841 surgiera en Bolueta la siderurgia moderna, en Tolosa la primera fábrica de papel y, en Rentería, la de tejidos de lino. La algodonera de Bergara y la de boinas de Azkoitia nacieron en 1846, el primer alto horno es de 1848 y la primera gran fábrica de cemento de 1850, en Añorga, cuando el molinero José María Rezola comprobó con sorpresa lo bien que fraguaba aquella especie de cal en contacto con el agua. Todos, a su modo y manera, fueron grandes innovadores y trataron de desarrollar el siempre difícil arte de la competitividad.
Sin duda las últimas décadas del siglo XIX fueron determinantes en la moderna industrialización del País Vasco pero, siendo ello cierto, no lo es menos que hubo también vida industrial en los siglos anteriores. Frente a quienes, partiendo de posiciones ideológicas contrapuestas, coincidieron en ofrecernos una visión del País Vasco limitada al mundo rural y cerrado a cualquier influencia externa, hoy tenemos constancia de importantes focos de actividad fabril desde cuando menos el siglo XVI. Un despertar vasco iniciado, según Julio Caro Baroja, a partir del siglo XI, y que a lo largo de cinco siglos, “va adquiriendo un progresivo protagonismo en Europa occidental tanto en técnica como en industria y comercio”. En ese sentido, el propio Caro Baroja nos recordó que el País Vasco fue muy poco mediterráneo, en el sentido agrario, y más nórdico y dado a la industria y al comercio. De hecho, el vasco era el “homo faber” de la Península, imagen que, en palabras de Caro Baroja, no se corresponde con “las ridículas generalizaciones que se han levantado en torno a su aldeanismo, su rusticidad, etc.” Asimismo, el investigador José Antonio Azpiazu ha podido documentar que, ya para el siglo XVI, todo el Valle del Deba se había convertido en un enorme taller dedicado a las diferentes disciplinas de la producción industrial, acompañado de una compleja logística de transportes, comercialización y financiación de las actividades metalúrgicas.
Como recogen tanto Caro Baroja como Azpiazu, los escritos de Garibay son buena prueba de la modernidad que vivía la sociedad urbana de Arrasate-Mondragón, tanto en cuanto a la distinción y elegancia de sus pobladores como a la profusa presencia de las llamadas ‘mujeres libres’ o no casadas, que “se granjeaban el respeto de sus vecinos, por su valor, trabajo y capacidad en los negocios”. Caro Baroja no tiene reparos en asegurar que, en tiempos de Garibay, en el País Vasco “hay cosas que son de una modernidad absoluta. En el siglo XVI las villas son modernas, los trajes de las calles son modernos, Bilbao se transforma radicalmente con motivo de un incendio, y los problemas que se plantea la economía y la industria son de una modernidad total”. Y añade, en referencia al siglo XVI, una descripción que más de uno lo situaría en el XXI: “(el País Vasco) es rico y privilegiado económicamente”, donde la gente “vive muy bien, el nivel de vida es grande, y el pueblo, dentro de este país privilegiado, es, o ha sido, un pueblo con exenciones y libertades discutidas o discutibles”.
Obviamente no eran tiempos hedonistas sino de esfuerzo, en un país sin recursos propios. El historiador Azpiazu califica de curioso que se admita con naturalidad que la sociedad vasca produjera tantos marineros, escribanos, secretarios, militares y mercaderes, como si hubieran surgido por generación espontánea. Para Azpiazu, los marinos que asombraron por sus conocimientos técnicos no tienen explicación sin la tradición y práctica marinera de nuestra costa, así como los secretarios de Estado vascos que se distinguieron en la administración imperial no se entienden sin una sociedad donde hasta los hijos de las familias más humildes aprendían en la escuela a leer, escribir y rudimentos de contabilidad. En palabras del Quijote: “Sabiendo leer y escribir bien, con la añadidura de vizcaíno, podéis ser secretario del mismo Emperador”.
El siglo XVII fue de transición, pero no baldío. Especial relevancia tuvieron los núcleos de novatores que, en tertulias de Bilbao, Mutriku, Lekeitio y otras poblaciones reunían a pensadores “preilustrados” y “precientíficos”, interesados en la modernidad y pioneros en la vinculación conceptual entre ciencia y tecnología. En estos innovadores destaca Pedro Bernardo Villarreal de Berriz (1669-1740), hombre renacentista, matemático, arquitecto e ingeniero, que lo mismo escribe “Máquinas hydráulicas de molinos, y herrerías, y govierno de los árboles, y montes de Vizcaya”, que comercia con Inglaterra y Holanda, se relaciona con el lejano Oriente y vive el desarrollo mercantilista, política y culturalmente, dentro de la órbita francesa.
Los novatores propiciaron sin duda el advenimiento de la Ilustración vasca y la creación en 1765, a iniciativa de Xabier de Munibe, de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, “el movimiento más importante de la historia del País” en opinión de Koldo Mitxelena. La Bascongada “tuvo desde el primer momento una ardiente preocupación por la educación de los jóvenes, entendiendo que de su buena formación y preparación cultural, científica y moral, dependía el futuro del País”, y auspició el Real Seminario de Bergara, centro cultural de primer orden en Europa, con profesores como Proust, Chavaneaux y Brisseau, donde se trabajaron los aceros y la mejora de las técnicas de ferrerías, y se consiguió el aislamiento del wolframio.
Como no podía ser de otra forma, el sector primario era mayoritario en la sociedad vasca del siglo XIX, al arribo de la revolución industrial. Pero de ahí, a plantearse una sociedad vasca “malviviendo a través de su triste existencia gracias al producto de su pobre agricultura, sumidos en el retraso y la incultura”, media un abismo. La sociedad vasca era en el siglo XIX, como lo había sido en los tres siglos anteriores, tan moderna o más que la de sus vecinos. Entre otras cosas porque la tradición vasca, apoyada en la inexistencia de diferencias estamentales, se mostró siempre dispuesta a compaginar los ingresos de rentas y del trabajo. Los vascos sintonizaron a partir del siglo XVI con la mentalidad europea, basada en la producción, el dinamismo y el progreso, mientras que las elites de la sociedad castellana fueron más proclives a vivir de rentas, de la burocracia y de la colonización americana.
Además, los cambios políticos remaron en la misma dirección que los socioeconómicos. Como asegura el historiador Ferrán Soldevilla “parece oportuno subrayar aquí que fueron Cataluña y Vasconia, los dos ex baluartes del viejo carlismo, aquellas regiones en que más pronto se formó una opinión anticaciquil dispuesta a ejercer de modo efectivo sus derechos cívicos (...) mientras, por el contrario, el Sur ultrarrepublicano, anarquizante y cantonalista se sometía al caciquismo sin resistencia apenas. Este fenómeno, aparentemente paradójico, guarda conexión con el de ser asimismo las tradicionalistas Cataluña y Vasconia las regiones que se pusieron desde un principio a la cabeza del avance industrial”. Esta paradoja la había advertido previamente Caro Baroja cuando hizo notar que también en el resto de Europa fueron pueblos tradicionalistas como el inglés los más capaces de desarrollo moderno.
Pero, quizá, de paradoja en paradoja, quien mejor vislumbró la estrecha vinculación entre tradición y progreso fue Miguel de Unamuno quien, en relación a “mi pueblo vasco”, señaló en artículo publicado en el periódico La Nación (26 de octubre de 1907), de Buenos Aires, que: "Los pueblos más tradicionalistas son los más capaces de seguro y duradero progreso, pues son los más capaces de hacer del progreso tradición".
Años más tarde, en tiempos no propicios para florituras (1959), Soldevilla aseguró que “el carlismo contribuyó grandemente a dar al pueblo vasco conciencia colectiva y madurez política”, y que, a las puertas del siglo XX, “no por un azar, sino obedeciendo a causas rigurosamente lógicas, los dos países hispánicos más avanzados industrialmente, fronterizos ambos, con un idioma propio, a un tiempo tradicionalistas y abiertos al ancho mundo, se dispondrán a luchar para conseguir que la dirección de sus asuntos internos esté en sus propias manos y no sean, con una centralización de tipo francés, obra de los gobiernos”.