Amatiño
Iritzia
Diario de Noticias de Álava
Hoy, 13 de febrero, el Estado australiano pedirá perdón de forma oficial a los aborígenes por las atrocidades y discriminaciones que sufrieron en el pasado. La solicitud de perdón irá dirigida a las víctimas de la llamada generación robada, término referido a los 70.000 niños que, de 1910 hasta a 1970, fueron separados de sus padres al amparo de la ley, en la consideración de que los aborígenes constituían una raza sin futuro y que separar a los niños de sus padres y educar a las nuevas generaciones fuera de su entorno familiar era una alternativa humanista. Una decisión aberrante que no eró espanto en el mundo llamado civilizado.
Australia se independizó de Gran Bretaña en 1901. Hoy es un país moderno y desarrollado que, con una renta per cápita 50% superior a la vasca, presenta con respecto a las comunidades originarias una historia vergonzante y vergonzosa. Una sociedad acomodada, supuestamente progresista y liberal, de 20 millones de habitantes del primer mundo, vivió a espaldas de cuanto su Parlamento legislaba en contra de los derechos humanos, civiles y sociales de 400.000 australianos descendientes de la población nativa preexistente a la colonización británica iniciada en 1788. Fue en esta fecha cuando, para solucionar el problema de superpoblación penal en Gran Bretaña, se estableció una penitenciaría en las antípodas australes, con un primer envío de más de mil reclusos.
Al poco de conseguir su independencia, los descendientes de los colonos australianos no tuvieron mejor idea que llevar la limpieza étnica hasta las últimas consecuencias. No sabiendo cómo integrar a los aborígenes en la cultura anglosajona, no se les ocurrió otra cosa que sacar a los niños indígenas de su propio entorno natural y entregarlos a instituciones religiosas y familias blancas para que, primero, perdieran su lengua y cultura, luego su sentido de pertenencia y, finalmente, en sucesivas generaciones, desaparecieran por asimilación cultural o por un deseable proceso de blanqueo. A más de un tercio de los indígenas arrancados de sus padres en la infancia, les separaron también de sus hijos, que quedaron bajo custodia de instituciones, centros para menores o escuelas de adiestramiento. Es decir, toda una estrategia de asimilación étnica que, en su momento, contó con las bendiciones del Parlamento, el Gobierno, la Iglesia, la intelligentsia y los medios de comunicación.
No faltan quienes, además de calificar de inhumano el programa dirigido a sacar sistemáticamente a los niños de su entorno y ponerlos a cargo de otras familias, denuncian también casos de abusos sexuales, malos tratos y relación vejatoria pero, aunque fuera ello cierto, no es fácil dirimir qué es más terrible, si el uso y abuso de los niños por parte de algunas de las familias receptoras, o el propio reparto generalizado de niños a domicilio por parte del Gobierno, en nombre del Estado de Derecho y la vocación civilizatoria de una sociedad pasivamente xenófoba. Seguro, además, que muchos de esos 70.000 niños recayeron en familias voluntariosas que se esforzaron en acoger a aquellos atemorizados huéspedes con el máximo cariño, pero lo que está en juicio no son las actitudes personales, sino la ignominia de todo el aparato de Estado.
Esta política discriminatoria no se limitó a los niños. Los aborígenes no tuvieron derecho a votar hasta 1962 y fueron censados por primera vez en 1967, y legalmente no se les reconoció la propiedad del suelo, que venían ocupando antes de la llegada de los blancos, hasta 1996. Se entiende el vacío legal de 1788, pero no es fácil entender que se mantuviera durante más de doscientos años. En la actualidad los sueldos de los indígenas son dos o tres veces inferiores a los de la población blanca, su expectativa de vida 17 años menor y el índice de paro cuatro veces más alto. El nivel de mortalidad infantil es casi el doble que entre la población de origen anglosajón, y las tasas de alcoholismo y criminalidad insostenibles.
En la sociedad australiana de hoy anida una cierta desazón y algún complejo de culpabilidad. Ante la dificultad de arbitrar en la actualidad medidas que solucionen los errores y horrores del pasado, muchos australianos prefieren ignorar un problema que consideran endémico. El primer estudio serio de cuanto ocurrió hasta 1970 se realizó en 1995 y, posteriormente, se estableció el Día Nacional para el Recuerdo y la Recompensa. Diversas asociaciones indigenistas llevan tiempo solicitando una disculpa oficial por parte de las instituciones australianas, Sin embargo, todavía hace dos años el Gobierno conservador se negó a pronunciarse, argumentando que las generaciones actuales no son responsables de las leyes de otros tiempos. Leyes que, en palabras del entonces ministro de Asuntos Aborígenes, "se creía que serían las mejores para los intereses de los niños". Es decir, que según el ministro del ramo, lo que se hizo entonces está hoy mal visto, pero respondía a los valores de entonces y, por supuesto, a los derechos humanos de entonces y de ahora. A no ser que se reconozca que Australia no cumplía con la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, a pesar de que, precisamente, uno de los ocho miembros del comité redactor estaba en representación del Gobierno australiano.
Salvando las distancias, el convencimiento de que determinadas culturas son mejores que las demás y de que la auténtica civilización pasa porque el resto del mundo se integre en ellas, ni es exclusivo de Australia ni desapareció con el siglo XX.
Nota: En los años 90 me interesé, ingenuamente, por el desarrollo de las lenguas minoritarias en las televisiones de países muy desarrollados como Australia y Canadá. Contacté con organizaciones australianas e incluso visité a los Inuit, en el ártico canadiense. Donde esperaba encontrar modelos avanzados que imitar, no encontré más que desolación.