Amatiño
Iritzia
El Diario Vasco
Un erudito poco amigo de veleidades políticas como Julio Caro Baroja nos dejó una bibliografía vasconiana en la que el territorio de trabajo no ofrece dudas. Caro Baroja no es en esto la excepción, sino la regla. Es difícil encontrar un estudio general del País Vasco en el que la identificación del territorio no sea contemplada. Y no es cosa reciente. Ya el alavés Juan Pérez de Lazarraga (eusquel erria, 1564), el labortano Joannes de Leizarraga (heuscal herria, 1571) y el navarro Pedro de Axular (euscal herria, 1643) dejaron constancia de una comunidad constituida, en detalle de este último, por "Naffarroa garaya, Naffarroa beherea, Çuberoa, Lappurdi, Bizcaya, Guipuzcoa y Alaba-herria". Es decir, un zazpiak bat de cuatro siglos.
Esta asunción colectiva no sólo se muestra en los estudios históricos y lingüísticos, sino en la realidad social ajena a todo planteamiento partidista, desde la organización de la Vuelta Ciclista al País Vasco hasta las noticias de Navarra en las ediciones para el País Vasco de los periódicos de Madrid; como vasca es también para el diario aquitano Sud-Ouest la región al sur del Bidasoa. No hay ciudadano informado que dude de que Ives Salaberri, Montxo Armendariz, Amelia Baldeón, Mikel Urizarbarrena o Ainhoa Arteta sean fruto de un territorio llamado Euskal Herria. “Un país que canta y baila a ambos lados del Pirineo” en expresión idílica de Voltaire quien, obviamente, no se refería a los diez kilómetros que separan a Endarlatsa del mar.
Este reconocimiento de la territorialidad de Euskal Herria no se difumina con la distancia. La diáspora vasca demuestra que aquellos pastores, marinos, comerciantes o pelotaris que optaron por emigrar se presentaron ante el mundo como vascos, independientemente de si eran del Pirineo suletino, del valle del Baztan o de la Bizkaia profunda. Y este sentimiento de pertenencia no termina con las emigraciones del siglo XIX o con los exiliados del XX. Sigue vigente en experiencias recientes como la Euskal Etxea de Shanghai, y encarnado en jóvenes embajadores de la globalización industrial vasca del XXI.
Esta percepción se repite en quienes nos ven desde fuera. Tanto se trate de la profesora de la Universidad de Tokio, Susuku Tamura, autora de un manual sobre lengua y cultura vascas, como del diario parisino “L´Equipe”, que explicita en titulares el origen vasco de Josemari Olazabal, o de los surfistas australianos que les invitan a Mundaka-Basque Country o Biarritz-Pays Basque y llegan. Y esto lo ratifican la Enciclopedia Británica, la confitura de cerezas de Itsasu que se comercializa en Paris y la guía de Michelin que habla de “civilization basque”.
Si este territorio cultural e histórico debe tener o no una expresión política llamada Euskadi, es el debate. Un debate no precisamente nuevo, no en vano Sabino Arana dijo ya en 1895: Euzkotarren aberria Euzkadi da. La diferencia semántica entre ambas denominaciones y su complementaridad las expresó el labortano Michel Labéguerie, padre de la “nueva canción vasca”, allá por los años sesenta en la clásica y archipopular Gazteri berria.
Hemen dela Espainia, han dela Frantzia,
mugaren bi aldetan da Euskal Herria.
Gu gira Euskadiko gazteri berria,
Euskadi bakarra da gure aberria.
Esta doble visión se aprecia en las canciones de Benito Lertxundi y Xabier Lete. Frente al esencialismo romántico de Lertxundi, tenemos el existencialismo humanista de Lete. Las canciones de Lertxundi están llenas de loas melancólicas a una Euskal Herria que fue, como si la historia fuera en sí misma una apuesta de libertad. Por el contrario, Lete llora por su patria, Euskadi, a la que ama aunque no le guste lo que en ella ve. La Euskal Herria de Lertxundi es lírica, épica y bucólica, donde todos somos buenos y de los nuestros. La Euskadi de Lete es, por el contrario, fea, dolorosa, colérica, donde uno se puede sentir extraño en su propio país y donde hay, incluso, quien utiliza la argumentación de las armas. El tono de epopeya que reviste las composiciones de Lertxundi nos plantea una identidad fija y determinista, mientras que las propuestas más conductistas de Lete nos ofrecen, no sin incertidumbres, una posibilidad de indulgencia y enriquecimiento mutuos. Es fácil enamorarse de la Euskal Herria de Lertxundi. La cuestión es si existe. Es difícil querer a la Euskadi que Lete ama, pero es la única que hay. Nadie ha muerto ni ha asesinado en nombre de Euskal Herria, pero fueron muchos los que lucharon en el frente por Euskadi y demasiados (uno es ya demasiado) los asesinados en nombre de Euskadi Ta Askatasuna.
Así las cosas, y a la vista de que la izquierda radical nacionalista-socialista que todos entendemos como brazo político de ETA parece últimamente apostar por la denominación Euskal Herria, en detrimento de Euskadi, la cuestión bien podría ser consecuencia de una reflexión no precisamente estética. Se me ocurren tres posibilidades.
La primera, principista, que el mundo de ETA y Batasuna trate de articular su proyecto político con un nombre menos ideologizado y más determinista, con el argumento de generar mayor empatía en Iparralde y Navarra. Se intuye detrás de tal propuesta el éxito pernicioso del terrorismo de despolitizar la sociedad, perdida en un marasmo esencialista, cuando no obligada a un debate eterno sobre la vida y la muerte, en detrimento de la legítima discrepancia social. Tampoco es desdeñable la coincidencia favorable a Euskal Herria entre el MLNV y figuras como Fraga Iribarne. Quizá sea porque ni unos ni otros entienden este País como una verdadera construcción.
La segunda, táctica, que la izquierda radical busque segar la hierba al nacionalismo centrista e institucional representado históricamente por el PNV, restando protagonismo a los símbolos de su legado histórico. Es evidente que el propio nombre de Euskadi es tan producto del nacionalismo histórico como la ikurriña, pero no es menos cierto que nadie discute hoy el carácter nacional de la ikurriña ni le se conoce alternativa alguna. En Navarra está prohibido su uso oficial, precisamente por tratarse de la bandera vasca, en Iparralde su aceptación y penetración es total, tanto en la administración pública como en los sectores comercial y turístico. Y, en el ancho mundo, la ikurriña es el símbolo vasco por excelencia. La implantación de la denominación de Euskadi es, por el contrario, más débil.
Y la tercera, estratégica, que ETA esté preparando el terreno para el día después del abandono de las armas. Ese día, los más de mil muertos de ETA (Euskadi Ta Askatasuna) van a suponer una pesada mochila que alguien tendrá que cargar. Ese mundo dice enorgullecerse de sus cincuenta años de acción armada pero el día después va a resultarle muy duro. Una tentación puede ser la de “nosotros no tuvimos nada que ver con todo eso” o “nosotros estábamos en contra pero no nos hacían caso”. Y para que esa inhibición histórica sea más creíble –incluso para ellos mismos— la mejor solución podría ser el cambio de marca. Es decir, “aquí no ha pasado nada”. Y los que se queden con Euskadi, que apechuguen en el mercado con un nombre sanguinolento de muy difícil explicación ante las nuevas generaciones.
Euskadi es en su propio origen un proyecto político democrático, mientras que hay razones objetivas para temer que la reivindicación política de Euskal Herria esconde otros parámetros distintos de la voluntad mayoritaria de sus ciudadanos. El concepto de Euskal Hiria es morfológicamente cercano a Euskal Herria pero está, sin embargo, en sus antípodas. La propuesta cívica de Euskal Hiria se concilia mucho más con la evolución experimentada por Euskadi en los últimos cien años. Guste más o menos, Euskadi es una entidad política con bandera e himnos conocidos. En términos políticos, Euskal Herria ni tan siquiera tiene colores propios, nunca los ha tenido. Puede que Euskadi presente una imagen “dura”, pero cuando menos es real, con todas sus consecuencias. La imagen de una Euskal Herria meliflua y beatífica, en la que todos somos buenos, sobre todo si somos de los nuestros, no es de este mundo. En Euskadi entran sin duda menos ciudadanos, pero están los que quieren estar. En Euskal Herria entran muchos más, pero a condición de que nadie les pregunte si quieren o no estar dentro. Y eso ya no se lleva.