Con motivo de los últimos informes sobre la situación ambiental del planeta y el cambio climático y coincidiendo con el día mundial del medio ambiente nos enfrentamos, por enésima vez, a una reflexión colectiva sobre la conducta de nuestra especie ante el planeta, sus elementos y las modificaciones que continuamente operamos en sus interacciones. Los avances son incuestionables y, sin embargo, seguimos manteniendo actitudes y conductas que nos alejan inexorablemente del logro material de una convivencia pacífica con la biosfera.
El Derecho, como casi siempre, no se ha mantenido al margen de la cuestión, y viene introduciendo desde todos sus ámbitos y ramas, instituciones y técnicas diversas que, con mayor o menor acierto, pretenden adecuar nuestras conductas en general, a pautas de comportamiento que sin duda emanan per se del más puro sentido común.
Las Instituciones Internacionales, todas las Administraciones estatales, autonómicas y municipales, las empresas y, por supuesto, los individuos, están llamados a jugar un papel esencial en la tarea que el sentido común nos encomienda, en beneficio de nuestro propio bienestar y del de nuestros sucesores a bordo del planeta.
Sin embargo, y también como casi siempre, el Derecho no es suficiente; no basta con poblar nuestros códigos y bibliotecas de leyes y reglamentos, cuando su cumplimiento es inasequible materialmente o más costoso económicamente que la propia violación de la legalidad. Como tantas otras veces, nuestra mente ha de virar sobre sí misma para vislumbrar lo razonable, y esperar que, especialmente en materia ambiental, podamos acordar un sistema de gobernanza global que desborde los estrictos límites de las soberanías estatales. Porque nuestros modelos clásicos de soberanía han fracasado en la tarea de defensa ambiental y cualquier problemática relacionada con el medio desborda, fácilmente, los límites físicos y políticos que muy poco asustan o limitan el poder de la naturaleza y de las relaciones entre sus elementos.
De lo contrario, nuestra continuidad y bienestar a bordo se enfrentará a retos difíciles de conciliar a corto plazo con prácticas diarias de opulencia individual y colectiva tan absurdas como insostenibles. Del mismo modo, nuestra insolidaridad constante con quienes, lejos de nosotros, soportan estoicos tantos dislates, prueba con creces la necesidad de revolucionar nuestras mentes con nuevos aires e ideas frente a la crisis ambiental y la creciente certidumbre sobre el cambio climático.
La naturaleza, en cambio, nos ofrece justo la cara opuesta a nosotros mismos, en un mundo vital y biológicamente entrelazado, cuyos flujos vitales se renuevan cada día en una cadena lógica y acompasada que desborda decidida toda tentación de desequilibrio o desorden cuando el hombre no está cercano. No se trata, por tanto, de un activismo ecologista y reaccionario que se enfrente a la situación con violencia y desencanto para la economía. La perspectiva hoy se ha suavizado un tanto y las Ciencias y la política deberían hacer posible la convivencia pacífica y ordenada del planeta verde y sano del discurso ecologista, con el horizonte económico e industrial del hombre occidental que todo lo transforma en producción, facturación y crecimiento cuantitativo.
Sin embargo, el hombre se ha hecho cómodo y egoísta ante el resto. Competir es primordial para sobrevivir y ello no casa del todo con el orden de convivencia ordinaria que rige en la vida de la naturaleza. Por ello, el hombre cree erróneamente haber sometido al mundo natural, como si de un competidor más se tratara. Muy al contrario, la naturaleza lleva siglos sometiendo al hombre y los datos avalan que lo hará más y más salvajemente, cuanto más convivamos en su seno bajo términos de lucha y competición desarrollista. Lo hará tan fuerte y tan fácilmente, como lo hace cada día con sus calores desmedidos o sus gélidos fríos, sus lluvias torrenciales o sus sequías perennes, para luego liberarnos o no, a su libre albedrío. Y todo ello no es algo ajeno o lejano a nosotros; es algo tan real y cercano como el riesgo que corren algunas de nuestras playas o pueblos costeros; tanto como la misma dependencia de todos nosotros del suministro energético que importamos o del agua que nos falta, en ocasiones, o de la que carecen, en condiciones mínimas, tres cuartas parte del planeta. Tanto monta cerca de nosotros para el problema de la vivienda y las carencias de suelo en los lugares apetecidos por el mercado, mientras buena parte de la península constituye un páramo inhabitado y castigado duramente por climas severos.
Desde el humus del bosque hasta el blanco plateado del brillo lunar, toda nuestra vida está bañada en una dependencia incuestionable y desmedida de la luz, del color y de las formas perfectas de objetos y elementos que nunca han podido ser transformados por el hombre, más allá de la erosión natural de los mismos por los ríos, las lluvias, el viento, el sol, el frío, los mares o el paso aleatorio en el tiempo de miles de especies interdependientes.
Si el Derecho ha de regir nuestra convivencia y sus leyes quieren ser justas; he aquí una inmejorable ocasión para demostrarle al futuro que la razón y el sentido a veces también se imponen a las barbaries desarrollistas. Claro que no basta con el Derecho o con la política; nuestro problema va mucho más lejos y parece haberse insertado en nuestros modos de vida, en nuestras mentes y hasta en nuestras formas de ser y hacer; se encuentra inserto en lo más profundo de nuestra cultura desde hace demasiado tiempo. Tiempo suficiente como para que comencemos a repensar el modelo. De lo contrario es seguro y preocupante que el aserto de Margalef tienda a ratificarse: «el hombre no sólo es un problema para sí, sino también para la biosfera en que le ha tocado vivir».