Como fruto directo de la ilegalización de Batasuna y varios cientos de listas de la izquierda abertzale en sucesivas elecciones a través de la Ley de Partidos, el lehendakari Ibarretxe se encuentra, a día de hoy, imputado en un procedimiento penal que podría considerarse ad hoc si consideramos que la imputación de otros dirigentes políticos ha sido afortunadamente archivada. Sirvan estas líneas para tratar de subrayar y reivindicar para todos, algunos de estos derechos fundamentales que la aplicación de la Ley de Partidos no ha dudado en arrebatar al lehendakari, siempre al margen del procedimiento constitucional establecido. La novedad, a través de la aplicación ad hoc de la Ley de Partidos, pretende la restricción directa de derechos fundamentales tan básicos como el de libertad ideológica o de reunión nada menos que del máximo mandatario y representante de las instituciones vascas, a la sazón máximo representante del Estado en la Comunidad Autónoma. Esta posibilidad implica efectos directos en las garantías que derivan de la Constitución y de los compromisos internacionales ratificados por España, nada menos que a través de una simple interpretación judicial o administrativa de una Ley Orgánica. Ello no debiera ser posible, salvando que se pretenda ubicar a la Constitución como figura decorativa del ordenamiento.
Es decir, la ilegalización ad hoc de Batasuna y demás listas no sólo ha supuesto su desaparición de la esfera política electoral sin dirimir responsabilidad penal alguna de sus dirigentes, sino que pretende arrogarse hacia sí la legitimación y competencia para decidir sobre la autorización de determinadas reuniones de un lehendakari, cuya no autorización sólo cabría bajo razones fundadas de alteración del orden público con peligro para personas o bienes (art. 21 de la Constitución). Con semejante lectura, el ejercicio de los derechos fundamentales es objeto de concesión o desestimación directa para que un Tribunal acabe definiendo, en brecha de la Constitución, cuándo, dónde, cómo y con quién puede reunirse el mismísimo lehendakari.
Por contra, los derechos fundamentales no pueden ser objeto de concesión por parte del legislador, del ejecutivo o del poder judicial; ni siquiera se requiere un mínimo desarrollo legislativo para su libre ejercicio. Se trata de derechos inalienables de nuestra esencia como seres humanos, inseparables de nuestra identidad, inembargables y, por todo ello, imprescriptibles en un Estado de Derecho, salvo restricción específica bajo condena judicial penal o estados excepcionales (arts. 21, 22, 23 y 55 CE). Sin embargo, en el Estado de Derecho que algunos nos proponen la perspectiva parece ser bien distinta. Cuando el art. 55 de la Constitución nos dice que los derechos de reunión y manifestación del citado art. 21 CE sólo pueden «ser suspendidos cuando se acuerde la declaración del estado de excepción o sitio en los términos previstos en la Constitución», se establece un límite infranqueable y un procedimiento concreto para la suspensión de tales derechos que hay quienes no contemplan ni de lejos.
Todo indica que se utiliza la Constitución a tiempo parcial con lecturas alejadas de su tenor. Tal y como sucede con la Ley de Partidos, se restringen las garantías constitucionales y políticas del propio lehendakari, sin caer en la cuenta de que la restricción de tales derechos lo es para todos y está claramente proscrita por la propia Constitución, incluso en el marco de los derechos de participación política que recoge el art. 23 de la Constitución. En el sistema constitucional español sólo cabe suspender los derechos de reunión en base a una condena judicial penal (arts. 21 y 22 CE) o mediante declaración de estado de excepción o de sitio (art. 55 CE).
Esta relativización paulatina de los derechos fundamentales a través de meras leyes supone un fraude constitucional incompatible con los compromisos internacionales adoptados por España desde los inicios de la democracia. Se trata de una regresión jurídica hacia postulados de concesión administrativa o jurisdiccional de los derechos fundamentales, haciendo de la propia Constitución una figura jurídica sujeta arbitrariamente a los vaivenes políticos.
El problema de fondo es que resulta imposible ilegalizar constitucionalmente a un partido político sin dirimir previamente, y en un proceso penal, sus eventuales responsabilidades (arts. 9, 10, 21, 22, 23 y 55 de la Constitución). Tanto o más cuando se pretende privar al máximo mandatario autonómico de sus derechos políticos básicos. Tal es el absurdo de la Ley de Partidos cuyo tenor se mantiene absolutamente vigente. Precisamente el tenor de una ley que nace presuntamente para defender las opciones ideológicas y acaba persiguiendo e investigando al propio lehendakari a causa de las mismas reuniones políticas que han mantenido otros dirigentes políticos, pero que han sido valoradas de distinta manera. Es esta una cuestión vital, de rango constitucional que sólo podría resolverse con la derogación de la Ley Orgánica de Partidos Políticos. En ello tiene el PSOE un reto pendiente con la sociedad en general, con el Estado de Derecho y con el propio lehendakari que, como tal, es además el máximo representante del Estado en Euskadi. Es una cuestión de cultura democrática y respeto a los derechos fundamentales.
A tal fin, si el PSOE quiere demostrar su compromiso con la Constitución y los derechos fundamentales, sería bueno que lo hiciera seriamente procediendo a derogar dicha ley en las Cortes. No cabe una aplicación arbitraria de los derechos fundamentales en función de intereses políticos.
Precisamente, porque los derechos fundamentales no admiten excepción alguna y están por encima de cualquier interés político; incluso por encima de la propia Constitución gracias al Derecho Europeo e Internacional.