¿OTRO FRAUDE BIBLIOGRAFICO?
Aprovechando el vendaval político originado por el PP y sus epígonos mediáticos en torno al Estatut de Catalunya, Enric Juliana, subdirector delegado del diario La Vanguardia en Madrid ha puesto en el mercado un libro que denota el agudo olfato que su autor tiene para detectar las buenas oportunidades. Se nota que ha sido del PSUC. Sólo a los ex comunistas rehabilitados les es dado captar con tanta precisión el aroma del negocio. El libro se titula “La España de los pingüinos”. Y lleva un subtítulo que aporta una precisión imprescindible para hacerse una idea cabal de su contenido: “Una visión antibalcánica del porvenir español: la concordia es posible”.
Cuando lo vi en el escaparate de mi librería habitual, confieso que la última frase del subtítulo −la concordia es posible− me puso en guardia. Me trajo a la memoria un fraude bibliográfico que la editorial Espasa publicó en 1996. Se titulaba “Fue posible la concordia” y figuraba como escrito por el ex presidente Adolfo Suárez, cuya fotografía se incluía a todo trapo en la portada y en la contraportada. Por si ello fuera poco, Suárez aparecía citado expresamente en las credenciales de la segunda página, como uno de los titulares de los derechos de autor. A todos los efectos, era una obra escrita por quien fuera máximo responsable de la UCD y piloto político de la transición. Pero la información que el libro suministra sobre su autoría no es exacta. O, para ser más precisos, es rigurosamente inexacta. El libro no fue escrito por el ex presidente del Gobierno, sino por un periodista llamado Abel Hernández. Y ustedes comprenderán que no es lo mismo, ¿verdad? Que Suárez afirme en un libro escrito de su puño y letra que durante la transición fue posible la concordia, reviste una importancia y una significación infinitamente mayores que si lo hace un periodista; se llame Abel Hernández o Perico de los palotes.
Desde un principio, la semejanza entre ambos enunciados −”La concordia es posible”; “Fue posible la concordia”− me previno. El subconsciente trabajó con intensidad. “¿Será otro fraude?” –pensé. Y no me faltaban razones para la sospecha. En los últimos meses, la industria bibliográfica ha puesto en el mercado español mucho trigo que no es limpio. El acre debate social suscitado con motivo del Estatut, ha servido de coartada para que algunos editores pocos escrupulosos se lanzasen irresponsablemente a hacer el agosto. Uno de los ejemplos más claros es el libro de Arcadi Espada −ese valor ascendente del nacionalismo español más cañí− que la misma editorial Espasa publicó en los primeros meses de 2006 bajo el título La decadencia de Cataluña reflejada en su Estatuto. El libro constituye una burla en toda regla al lector. Más de la mitad de sus 238 páginas −aproximadamente el 60% del total− está ocupado por el texto literal de la Propuesta de Estatuto que el Parlament de Catalunya aprobó el 30 de septiembre de 2005; un texto que el interesado puede encontrar en Internet, e incluso en la prensa escrita, a un precio medio por palabra infinitamente más módico.
Como ven, no faltaban razones para la cautela. En el mundo del libro, menudean los escritores pícaros y los editores oportunistas, que aprovechan las coyunturas para engañar a los incautos y bienintencionados lectores. Pese a todo, compré la obra de Enric Juliana y he tenido ocasión de leerla con cierto detenimiento. Debo reconocer que no se trata de un fraude bibliográfico. Se compartirán o no las reflexiones que se recogen en sus páginas, pero parece efectivamente escrito por quien figura en la portada como autor y, por supuesto, no incluye anexos documentales que ocupan más de la mitad del espacio impreso. Hasta ahí, nada hay que objetar.
Donde, por el contrario, sí hay objeciones que hacer, es en el contenido de la obra. Y no pocas, por cierto, ni irrelevantes. La obra está bien escrita −su autor es un profesional de la pluma que domina el castellano− pero no todas las tesis que en ella se esgrimen pueden ser defendidas en público sin ruborizarse. Veámoslo.
UN TÍTULO INADECUADO
Empecemos por el título. Creo que no está bien puesto. En mi opinión, el libro debía haberse titulado “La España de los botijos”. Con crudeza, pero con claridad. Sin eufemismos. Llamando a las cosas por su nombre.
Juliana toma el título de su libro del nombre con el que en la antigua Yugoslavia se designaba al escaso porcentaje de sus habitantes −aproximadamente el 10%− que se identificaba como yugoslavo y no como perteneciente a alguna de las repúblicas integrantes de la federación: serbios, croatas, eslovenos, macedonios, etc. La España de los pingüinos, sería, así, la España integrada por el conjunto de los ciudadanos del Estado español que se identifican como españoles. Una especie, al parecer, desamparada, menguante e irresponsablemente abandonada a su suerte, con la que Juliana se identifica, cuando se define a sí mismo como “un pingüino catalán que reside en Madrid”.
Juliana no se molestar en indagar qué posición ocuparon los pingüinos en la catástrofe balcánica de los noventa. Y no lo hace porque, muy probablemente, gran parte de los que en los tiempos de la República Federal integraban el colectivo de pingüinos, ese colectivo que tan simpático resulta a Juliana, eran serbios que hoy están perseguidos por el Tribunal Penal Internacional. Y no es cuestión de mancillar la figura del pingüino, con la que tan cariñosamente se identifica Juliana, pero mucho me temo que los altos mandos militares del ejército serbio que cometieron las peores tropelías en la catástrofe de los Balcanes, procedían de ese colectivo.
Pero más allá del juego de sombras, silencios y distorsiones con los que Juliana quiere vendernos la imagen del pingüino yugoslavo, su planteamiento adolece de un grave defecto. Un defecto que radica en el empeño de importar acríticamente a España una categoría conceptual acuñada en un contexto político muy diferente. Y todos sabemos que un helado no sienta igual en el ecuador y en el polo. ¿Qué diferencias existen entre España y la República yugoslava anterior a la desmembración, que hacen imposible trasladar a aquella, conceptos sociales acuñados en el seno de esta? Veámoslo.
Desde que está constituida como Estado, España nunca ha permitido que las personas sometidas a su jurisdicción se identificasen a efectos oficiales como algo diferente a españoles. La diferencia es, pues, abismal. En este punto, acierta plenamente Juliana cuando sostiene que “España no es Yugoslavia ni lo será nunca”. Porque el día que el Estado español permita a sus ciudadanos lo que la República Federal Yugoslava permitía a los suyos a la hora de definir oficialmente su identidad, habrá dejado de ser la España monolítica que durante generaciones hemos conocido. En España, los que nacen y viven en su territorio han sido y son oficialmente españoles. No se les ha tolerado ni se les tolera otra cosa. Es más. Durante largos periodos de tiempo, la pretensión de definirse únicamente como vasco o como catalán −no ya a efectos oficiales, sino incluso a otros efectos menos relevantes− ha sido perseguida con saña. A más de uno, semejante aspiración le ha costado varias sesiones de tortura en comisaría y algunos días de privación de libertad.
Es posible que en la Yugoslavia de la era soviética, los pingüinos, es decir, los sujetos capaces de trascender su identidad étnico-religiosa y dispuestos a proponer una ciudadanía común, compartida con el resto de los habitantes del Estado, suscitasen alguna simpatía. Digo que es posible, porque, insisto, Juliana no se esmera en desentrañar el papel que esos idealistas y desvalidos pingüinos de los que nos habla, jugaron en las guerras de los noventa. Pero en España, los pingüinos han sido y son rara avis. Entre nosotros, la inmensa mayoría de los profetas y militantes de la identidad común no eran −ni son− simpáticos e indefensos pingüinos, comprometidos con sugestivos proyectos de convivencia, no nos engañemos. Son, más bien, feroces hienas intolerantes, dispuestas a imponer a dentelladas su identidad española, a todo aquél que se resista. Hablar de pingüinos en España, es, pues, desenfocar la realidad y obstaculizar su estudio objetivo. ¿O va a resultar que los dogmáticos esencialistas de la nación española única −esos que durante los últimos meses han rechazado y descalificado con una fulminante agresividad verbal los proyectos nacionales peninsulares distintos al español− son pingüinos? ¡Válgame Dios! ¿Pingüinos Rajoy, Acebes y Zaplana?; ¿pingüinos Guerra, Bono y Rodríguez Ibarra?; ¿pingüinos Rouco, Cañizares y Martínez Camino? ¡Por favor!
Pese a la retórica erudita, abierta y liberal con la que aparece revestido el libro de Juliana, creo que su último quid se sitúa en el ámbito del más rancio y tradicional españolismo. En el terreno de ese españolismo que, en la periferia, se simboliza con la gráfica figura del botijo. De ahí el cambio de título que sugiero. La España que late en la obra de Juliana, no es la inexistente e imaginaria España de los pingüinos, que no pasa de ser una ensoñación quimérica, sino la España real. La España de los botijos.
No quiero decir con ello que Juliana sea un botijo. No me consta que lo sea y, seguramente, no lo será. Incluso es posible que sea de verdad un pingüino. Si es así, encarnaría a uno de los pocos −si no el único− ejemplares de pingüino que existen en España. El problema es que, inducido, acaso, por un idealismo poco consistente parece persuadido de que, con un ligero esfuerzo de persuasión, resulta posible multiplicar la colonia española de pingüinos, incorporando a la misma a algunos de los jóvenes cachorros del conservadurismo hispánico que aspiran a abrirse paso en la cúpula dirigente del Partido Popular.
Digo esto porque en no pocos de sus contenidos, el libro parece concebido para complacer al jefe del grupo de jóvenes del PP que en abril de 2004 (Véase la página 53 y siguientes de la obra) celebraban, en el restaurante Hevia −de Madrid, por supuesto− sus últimas horas en los aledaños del poder en torno a una botella de champagne francés. “Un hombre −describe Juliana− de tez más bien oscura, férreo, con la mirada incisiva de un clérigo iraní y la barba pulcra y bien recortada de un jesuita en las misiones del Paraguay”. Creo que este apartado de la obra, sistemáticamente inserto en el capítulo II, es esencial para comprender el libro. Tras su lectura le queda a uno la impresión de que Juliana ha quedado hechizado por el encantador halo de la beautiful people que encarnaba aquel grupo. Y tan intenso es el esfuerzo que Juliana desarrolla para agradar a su caudillo que, consciente o inconscientemente, no lo sé, acaba situándose en su terreno y asumiendo no pocos de sus postulados. De hecho, en un contexto en el que todo parece razonable y más o menos asumible, incluida la orientación política del PP que entronca con “los más potentes laboratorios de ideas americanos”, los únicos que no quedan bien parados en el libro son el independentista catalán Héctor López Bofill que, según el juicio peyorativo de Juliana “vive de su sueño” y el Concierto Económico de Euskadi que, en un alarde de tacto y respeto institucional, el subdirector delegado de La Vanguardia en Madrid califica de “El privilegio vasco”. La selección de estos dos focos de antipatía no la hubiese hecho mejor el clérigo iraní del PP que tanto parece fascinar al periodista catalán.
A Juliana le seduce la imagen del pingüino −a lo largo de la obra se reconoce como uno de ellos en repetidas ocasiones− y parece sinceramente interesado en ampliar la colonia, animado, probablemente, por la idea de que cuanto más se extienda en España el colectivo de pingüinos, mejores perspectivas ofrecerá el porvenir antibalcánico español. Pero parece no darse cuenta de que los jóvenes del PP que aspira a atraer a la colonia, no viven su españolismo como pingüinos, sino como hienas. Y los pingüinos y las hienas son especies animales muy diferentes.
Juliana relata en su libro que, en una ocasión, intentó explicar al joven popular de la incisiva mirada de clérigo iraní, “en qué consiste hoy el catalanismo”. No era un encuentro ocasional y aislado. Juliana admite haber mantenido con él “más de una larga conversación en mi doble condición de periodista y de pingüino”. Que hablase como periodista se entiende. Pero que lo hiciese como pingüino, no tanto. ¿Acaso creía Juliana que su interlocutor era otro pingüino en potencia al que podía persuadir para incorporarle a la colonia con dos explicaciones de circunstancias?
Como era de prever, el intento de Juliana no prosperó. El joven popular le cortó en seco, espetándole: “Mira, no es que no lo entienda, es que me produce mucha fatiga. No lo veas como un desprecio; ése es un punto de vista en el que no me quiero colocar”. La respuesta describía al personaje y reflejaba toda una cosmovisión sobre España. El líder del PP al que Juliana intentó infructuosamente explicar el significado actual del catalanismo, no sólo se asemejaba a los clérigos iraníes en lo incisivo de su mirada. También emparentaba con ellos en la intransigencia con la que vivía sus convicciones: “Ese es un punto de vista en el que no me quiero colocar”, le respondió. Todas las actitudes intolerantes arrancan de una frase como esta. Todas. El embrión de la intolerancia anida siempre en la resistencia a ponerse en el pellejo de los demás. Obsérvese que el joven ayatolá del PP no es que “no pueda” o “no sea capaz” de colocarse en el punto de vista que le propone Juliana. Es, sencillamente, que “no quiere” adoptar esa perspectiva. La privilegiada atalaya en la que se encuentra, le disuade. Cuando a un clérigo iraní de los de verdad se le habla de la libertad de expresión, del derecho a la igualdad o de la dignidad de la mujer, responde de la misma manera: “Ese es un punto de vista en el que no me quiero colocar”. Durante cuarenta años, los etarras más sanguinarios ofrecían una respuesta similar a todo aquel que intentaba hacerles ver las injustas consecuencias que resultaban de sus acciones terroristas: “Ese es un punto de vista en el que no me quiero colocar”. Si Voltaire, el martillo de los intolerantes, hubiese escuchado al interlocutor de Juliana, es seguro que no hubiese pasado por alto esta gráfica y significativa frase.
Mas, pese al desplante recibido, Juliana se muestra muy comprensivo con su interlocutor. Dedica varias líneas a explicar al lector que el clérigo iraní del PP no es lo que parece. Juliana admite que “posiblemente”, sea un “nacionalista español”. Sólo “posiblemente”. Pero inmediatamente, cree necesario hacer constar que “ese nacionalismo español ya no responde a la tópica caricatura del franquismo, sino que sigue las pautas de un pensamiento moderno atormentado por el futuro de la democracia”. Sí, sí, “atormentado −dice− por el futuro de la democracia”. Más aún. A juicio de Juliana, ese nacionalismo de la derecha española, sintoniza “con corrientes poderosas del pensamiento contemporáneo”, hasta el extremo de que la FAES es, en su opinión “el principal laboratorio de ideas políticas que opera en España”.
Me imagino las carcajadas que el clérigo iraní del PP habrá desembuchado al leer −si es que lo ha hecho; recuérdese que no es muy amigo de adoptar puntos de vista distintos al suyo− este pasaje del libro de Juliana. Si el delegado de La Vanguardia en Madrid hubiera tenido ocasión de escuchar lo que Xavier Trías suele contar a propósito de lo que el clérigo iraní del PP le dijo en la última legislatura con ocasión de una conversación que mantuvieron en torno a la idea nacionalista, no se hubiese conducido con tanto miramiento. El interlocutor sobre el que Juliana se muestra tan comprensivo, le dijo a Trías: “Tú eres nacionalista catalán y yo nacionalista español. Ambos somos nacionalistas. Yo soy tan nacionalista como tú. Pero como soy yo el que tiene la sartén por el mango, mi nación se impone a la tuya y a ti no te queda más remedio que asumirlo”. Así de claro y desabrido.
Lo malo del asunto es que, a poco que se rasque entre los militantes de la nación española única, esta actitud no es aislada. Antes al contrario, es compartida por la inmensa mayoría de los nacionalistas españoles del PP. Entroncarán con poderosos laboratorios de ideas norteamericanos, pero las bases sobre las que descansa su posición en torno a la idea de España y su proyecto nacional, no son muy distintas de las que han inspirado a la derecha españolista durante el último siglo: Esencialismo ontologicista −España es la única nación, porque sí; por que lo es; porque siempre lo ha sido; porque no puede ser de otra manera− e intransigencia a raudales: “Ese es un punto de vista en el que no me quiero colocar”. Cuando Rajoy afirma que el recurso que interpondrá ante el Tribunal Constitucional contra el Estatut de Catalunya constituirá el reto más importante que se ha planteado al alto tribunal en toda su trayectoria, porque le emplazará a pronunciarse sobre “la esencia misma de España”, ¿alguien cree que parte de una concepción de España cualitativamente distinta a la que, desde el siglo XIX vienen defendiendo todos los polos ideológicos que atribuyen a España una “esencia inmutable” que se ha de preservar a ultranza?
Pero pese a todo, Juliana ve en ellos potenciales pingüinos susceptibles contribuir a ese futuro de concordia y entendimiento que desea para España. ¿Ni tan siquiera considerará la posibilidad de que en un eventual, aunque improbable conflicto, esos jóvenes del PP podrían encarnar el papel de Milosevich?
LA RECIENTE ECLOSION DE LA CUESTIÓN TERRITORIAL EN EL ESTADO ESPAÑOL
Juliana cree que la intensidad con la que se vienen formulando en los últimos años las reivindicaciones territoriales en España, constituye, tan sólo, una forma de reaccionar frente a “la actual fase de estancamiento y retroceso del ideal europeo, de reestructuración de la división internacional del trabajo y de inseguridad colectiva”. En su opinión, la incertidumbre exterior y la sensación de inseguridad que aqueja a los países desarrollados, está haciendo que los estados europeos tiendan a reconcentrarse sobre sí mismos, encerrándose cada vez más férreamente, en posiciones defensivas. También en España se constata esta reacción. Pero en España, cree Juliana, este fenómeno se manifiesta fragmentado. No es el Estado el que se repliega, sino cada una de las comunidades autónomas que lo integran. “En España −afirma Juliana− también se grita ¡adentro!, pero cada uno para su casa. También a la hora de situarse a la defensiva, España se manifiesta plural, ¡no uno, sino diecisiete cascarones!”.
Así expuesta, la tesis de Juliana no carece de lógica. La incertidumbre genera inseguridad y ésta se expresa con frecuencia activando resortes defensivos. Por lo demás, el toque docto dota a la proposición de una cierta fuerza sugerente. ¡Fíjense! ¡Nada menos que las grandes líneas que definen la coyuntura internacional, marcando las pautas de la política interna española! ¡Sensacional! ¡Ya formamos parte del orbe civilizado! Y por si ello fuera poco, la evolución de las cosas demuestra una vez más que, ante los mismos estímulos, España reacciona de modo distinto y original ¡Impecable! ¡Redondo! ¡España se ha homologado a los países más avanzados, pero no por ello ha perdido su secular y singular personalidad! ¡Sigue siendo diferente! Algo sí como Gran Bretaña pero con flamenco y toros.
Pero el planteamiento de Juliana tiene un punto débil. El subdirector delegado de La Vanguardia en Madrid no nos explica las razones por las que, a su juicio, el Estado español reacciona fragmentadamente ante los temores que la incertidumbre económica, la división internacional del trabajo y la inseguridad mundial insuflan en las sociedades avanzadas occidentales. Una reacción que, por el contrario, no se da en Francia o en Holanda. Ni tampoco en Alemania o Austria, por poner dos ejemplos de Estados de estructura territorial descentralizada. ¿Por qué en esos países el caracol se refugia en un sólo cascarón y en España −según Juliana− lo hace en diecisiete?
El libro que nos ocupa no responde a esta pregunta −en realidad ni tan siquiera se la plantea− pero creo que es imprescindible hacerlo para abordar cabalmente la cuestión. Juliana, sin embargo, prefiere eludirla y se entiende que lo haga. No se olvide que lo que pretende demostrar con su libro es que “la concordia es posible”. Pero obviar las cuestiones problemáticas no las hace desaparecer. Y la pregunta sigue en pie: ¿No será que el hecho de que España no sea capaz de prefigurar en todo su territorio un “nosotros” compartido y solidario dispuesto a reaccionar unánimemente ante los riesgos y las adversidades, está poniendo en evidencia el fracaso de su proyecto nacional? Comprendo la resistencia que Juliana ofrece a plantearse interrogantes que conduzcan a esta conclusión. Pero, ¿no tiene acaso mucho de verdad?
Por lo demás, creo que constituye un error garrafal considerar a los diecisiete cascarones autonómicos del Estado español con arreglo a un mismo patrón. Porque las situaciones de partida son muy distintas y las reacciones de las diferentes comunidades autónomas están siendo enormemente diversas. No sé si la tesis de Juliana vale para la Comunidad Autónoma de Valencia o para las Islas Baleares. Es posible. Lo que puedo asegurar es que, al menos en el caso de Euskadi, la efervescencia que de un tiempo a esta parte experimenta la reivindicación nacional poco o nada tiene que ver con las causas de relevancia internacional que Juliana cita en su libro. Se explica mucho mejor desde la enconada controversia foral que atravesó gran parte del siglo XIX, el enorme influjo que el nacionalismo vasco ha tenido en la sociedad vasca desde su fundación, en 1985, y el fraudulento tratamiento que los sucesivos gobiernos españoles han dado al desarrollo del Estatuto de Gernika. Tengo para mí que, con estos antecedentes, la intensidad de la reivindicación nacional vasca sería prácticamente la misma, aunque la coyuntura internacional fuese radicalmente diferente. Una perceptible mayoría del país piensa y siente en clave nacional vasca y ya está. No es necesario buscar más razones. Y lo que digo para Euskadi vale probablemente −con los matices y adaptaciones oportunos− para Catalunya.
No digamos nada, en fin, de las comunidades españolas, cuya conducta ha distado, dista y distará mucho de la del caracol que se recoge en el cascarón para defenderse de los ataques externos. Me refiero a las que siempre muestran especial interés en seguir abiertas y comunicadas con el exterior, porque son, indefectiblemente, las beneficiarias de los flujos financieros que estructuran la solidaridad. De los europeos y de los interiores. ¿De verdad cree Juliana que el discurso de Rodríguez Ibarra, por ejemplo, es el discurso defensivo del responsable de un país que se encierra en sus cuarteles para defenderse más eficazmente del peligro exterior?
EL CAFÉ PARA TODOS. ¿LEYENDA, ERROR O FRAUDE A LOS PRIMEROS ESTATUTOS?
Juliana dedica un capítulo de su libro −el quinto− a desentrañar lo que califica como “La leyenda del café para todos”. Lo hace de la mano del ex ministro José Manuel Otero Novas, cuyo reciente ensayo Asalto al Estado, toma como guía para conducir la exposición.
El ensayo que Juliana adopta como referencia, no es el primero en el que Otero Novas recoge sus reflexiones sobre la génesis y posterior evolución del Estado autonómico. Hace ya casi veinte años −en 1987− las expuso en otra obra publicada por Plaza&Janés, y titulada Nuestra democracia puede morir. El riesgo de que una Constitución democrática llegue a encubrir una realidad autoritaria. Ya entonces denunciaba “el cambio profundo que se produce en el proceso autonómico en mayo de 1980, respecto del esquema constitucionalmente previsto” (p. 45); un cambio que, a su juicio, resulta de la “generalización” del hecho autonómico y la subsiguiente “uniformización” de los techos competenciales. Ya entonces, auguraba:
“El proceso sigue adelante con todas sus consecuencias. Pronto las comunidades más retrasadas cumplen los plazos en que pueden pedir plenitud de competencias. Y como era de esperar, en Cataluña y País Vasco, ya comienzan a pedir, entre otras razones, para diferenciarse, la reforma al alza de sus Estatutos” (p. 48)
Aquel libro, escrito en la plenitud de la mayoría absoluta del PSOE de Felipe González, perseguía el claro objetivo de horadar las bases del ejecutivo socialista, previniendo a los lectores sobre las nefastas consecuencias que una defectuosa gestión del sistema constitución podía acarrear al régimen democrático. Era un ensayo racional y argumentado, pero no neutral desde el punto de vista político. Destilaba un perceptible tufo antisocialista. Hoy, dos décadas después, la operación vuelve a repetirse. Porque no es casual que sus reflexiones, corregidas y ampliadas, vuelvan a editarse en el preciso momento en el que el PSOE toma de nuevo las riendas del poder y promueve un programa de reformas que incluye la modificación de los Estatutos de Autonomía.
Los libros de Otero Novas aportan una determinada visión de lo ocurrido. La de su autor. Pero la experiencia autonómica española del último cuarto de siglo, se puede analizar también desde otros prismas. A nadie se le oculta esto y menos a Juliana, que es periodista y catalán. Empero, el subdirector delegado de La Vanguardia en Madrid, soslaya estas otras perspectivas −que son, cuanto menos, tan válidas, legítimas y defendibles como la de Otero Novas− y se abraza ciegamente a la tesis de éste, lo que sesga de raíz sus reflexiones. Veamos algún ejemplo.
Otero defiende la tesis de que la decisión de generalizar el hecho autonómico y uniformizar los techos competenciales de todas las comunidades autónomas, entrañó una nivelación “por máximos, no por mínimos”. Y fue así −argumenta− porque “los Estatutos de las comunidades históricas estaban ya aprobados”. Es a partir de este (falso) presupuesto, desde donde el ex ministro de Suárez extrae la conclusión −central en la tesis que defiende− de que la evolución de la estructura territorial está debilitando al Estado hasta límites inasumibles en el mundo occidental. De ahí resulta el significativo título de la obra: Asalto al Estado.
Pero hay también otra verdad. O, digamos mejor, que la verdad sobre lo ocurrido puede ser leída también de otras maneras. No estoy hablando de la versión de los nacionalistas vascos o catalanes que, evidentemente, difiere mucho de la de Otero Novas. Sin salir de los testimonios prestados por los dirigentes de los grandes partidos del Estado, PSOE, UCD y PP, se puede construir un relato notablemente distinto al de Otero Novas. Hagamos un intento. El intento que −él sabrá porqué− no ha hecho Enric Juliana.
Cuenta Joaquín Almunia en sus Memorias Políticas, que la firma de los Pactos Autonómicos que dieron lugar a la LOAPA, “alteró el clima autonómico”. Pero, dejemos que sea él mismo quien nos lo cuente:
“El plus con el que los constituyentes contemplaron la situación de las nacionalidades históricas, que empezó a difuminarse con el referéndum andaluz, sufrió ahora un recorte más amplio, creando gran inquietud en CiU y PNV. La LOAPA, en particular, produjo una profunda quiebra en la confianza de los nacionalistas sobre la voluntad autonomista del PSOE. En algunos momentos, el debate llegó a alcanzar tonos un tanto agrios. La puesta en marcha de la generalización autonómica contribuyó a agrandar aún más las distancias entre ellos y nosotros. Los nacionalistas denunciaron inmediatamente el <> autonómico, y en algunos aspectos no les faltaban razones para ello”
Leopoldo Calvo Sotelo asegura que (Cfr. Memoria viva de la transición, Barcelona, 1990, p. 110) aun cuando fueron los vascos y los catalanes quienes más eficazmente se opusieron a los Pactos Autonómicos, estos no estaban pensados para ellos, sino para “los demás”. Pero en la misma página en la que hace esta afirmación, el ex presidente del Gobierno admite implícitamente que, de alguna manera, también ellos −los vascos y los catalanes− quedaban afectados por una decisión restrictiva del autogobierno que se había adoptado después de aprobados sus estatutos de autonomía, pero pretendía aplicárseles también a ellos.
En efecto, al aportar las razones con las que pretende justificar su proceder, Calvo Sotelo anota que “el título VIII (de la Constitución) y los dos primeros Estatutos eran, a la vez, ambiguos y contradictorios (por lo que) Convergencia y el PNV esperaban −y esperan aún− ir resolviendo a su favor las ambigüedades y las contradicciones, a lo largo de una serie de pulsos entablados con el Gobierno central y ganados por la tenacidad nacionalista”. Como se puede ver, el ex presidente del Gobierno sabía que los Pactos Autonómicos no eran inocuos para los estatutos ya aprobados. Estarían pensados para “los demás”, pero les afectaban. Sobre esto, no puede caber duda alguna. Les afectaban. Cuando menos, pretendían resolver a favor del Gobierno lo que Calvo Sotelo define como los contenidos “ambiguos y contradictorios” de la Constitución y de los dos primeros estatutos.
Aun admitiendo la falsa tesis de que los Pactos Autonómicos sólo afectaron a los contenidos “ambiguos y contradictorios” del marco legal, la legitimidad de una operación como la descrita es más que dudosa. Si los textos fundamentales de un régimen político son ambiguos y contradictorios es porque sus redactores han querido que lo sean. Y porque los ciudadanos, al ratificarlos en referéndum, no han tenido inconveniente alguno en aceptarlos como son. Será al Tribunal Constitucional y solo a él, a quien corresponda resolver esas ambigüedades y contradicciones. Nunca a una de las partes interesadas.
Pero es que, además, no es cierto que los Pactos afectasen en exclusiva a esos aspectos pretendidamente ambiguos y contradictorios del régimen competencial. Esta es una versión beatífica que Calvo Sotelo aporta para salvar su cara y atenuar la gravedad del atropello que protagonizó. Pero que no se corresponde con la realidad. Los Pactos instalaron en la opinión pública una percepción pautada y homogeneizada del proceso autonómico que acabó imponiéndose inexorablemente a todos los aspectos del autogobierno: a los ambiguos y a los no ambiguos. A los contradictorios y a los no contradictorios. A todos. Aun después de declarada la inconstitucionalidad de la LOAPA, Calvo reconoce que los Pactos “quedaron en pie y han contribuido a que el curso del proceso autonómico se serenase y pasara (como dicen los estudiantes de hidráulica) de un régimen turbulento a un régimen laminar”. Ese era su propósito real: imponer en el proceso autonómico un “régimen laminar”, neutralizando las “turbulencias” que producían en el sistema las singularidades de los dos primeros estatutos de autonomía. De lo que se trataba era, precisamente, de laminar esas singularidades.
Sebastián Martín Retortillo, que fue también ministro centrista del ramo, no tiene reparo en confesar que los Pactos Autonómicos entrañaban, en efecto, una “reordenación global” del sistema y comportaban un “inequívoco alcance limitativo del proceso autonómico”, que “no solo trataba de ordenar el proceso a seguir, sino que, de modo notorio, incidía innecesariamente en situaciones estatutarias ya reconocidas” (Cfr. “Reflexiones sobre el tema autonómico”, en La década socialista. El ocaso de Felipe González, Madrid, 1992, p. 130)
Los vascos y los catalanes protestaron por la tropelía. Y Almunia admite que “no les faltaban razones para ello”. Pero Calvo Sotelo exime su responsabilidad, tras un argumento tan endeble como el de que “no era, posible, probablemente, darles (a los vascos y los catalanes) garantías formales suficientes de que aquel esfuerzo ordenador no enervaría el desarrollo (la profundización, como se decía ya entonces) de los Estatutos catalán y vasco”. Por supuesto que era posible. ¿Por qué no lo era? ¿Qué lo impedía? El problema es que no era eso lo que pretendía el Gobierno. Por eso no se dieron las garantías que se pedían.
Como se ve, el patrón del que se sirvieron los firmantes de los Pactos Autonómicos para definir el modelo de autonomía que los Pactos Autonómicos acordaron generalizar, no respondía ni al Estatuto catalán ni al vasco. Era un patrón más estrecho que el que sirvió para la aprobación de los dos primeros estatutos de autonomía. Lo cual no resulta extraño porque, según hemos visto, aquellos Pactos se concibieron para “laminar” todo aquello en lo que los estatutos ya aprobados excediesen del modelo posteriormente diseñado con el propósito de ser generalizado. No es cierto, pues, que la uniformización de los techos autonómicos se produjese “por máximos”, como defiende Otero Novas. Se fijó por debajo de los máximos, haciendo que los picos más altos quedasen fuera del sistema. Es así como se explica el hecho de que, hoy, todavía, veintisiete años después de su aprobación, haya previsiones competenciales del Estatuto de Gernika que no se hayan aplicado. No se aplican porque no caben en el esquema que, después de su aprobación, se diseñó por los firmantes de los Pactos Autonómicos para generalizar la autonomía. Los nacionalistas vascos y catalanes protestaron cuando se produjo ese atropello. Almunia reconoce que “no les faltaban razones” para el enfado. Pero se queda tan tranquilo.
No es casual que Juliana haya preferido la tesis de Otero Novas a otras, no menos sólidas ni fundadas, que podía haber asumido en su lugar. Es evidente que no todas le resultaban tan útiles para esbozar su reflexión sobre los pingüinos, como la del ex ministro de Suárez. Esta, por otro lado, es, también, la que mejor se acomoda a la visión del joven popular que tiene la mirada de un clérigo iraní. Pero es una tesis muy matizable. O quizás mejor, más que objetable. Que conste. Y Juliana, que es catalán, seguro que tenía al alcance de la mano obras versiones. ¿O no?
EL CARIÑO QUE ENRIC JULIANA PROFESA A LOS VASCOS
Juliana no adopta en relación con los vascos la actitud comprensiva con la que reacciona frente al desinterés que muestran los jóvenes líderes del PP por escuchar sus explicaciones sobre el sentido del catalanismo. Cuando Juliana concede que el joven popular que mira como un clérigo iraní es, “posiblemente”, un nacionalista español, se apresura de inmediato a matizar la frase y precisar que “entre el tópico y la realidad hay muchos matices interesantes”. Se ve que no quiere agredir ni ofender. Y para que nadie se sienta insultado, se esmera en denotar que ser, hoy, nacionalista español, no es lo que a primera vista pueda parecer. A tal efecto, dedica varias líneas a argumentar por qué el nacionalismo español del PP no es hoy “un concepto antiguo” o “una imagen roñosa”, que se refleja en la imagen raída de un “funcionariado casposo o poco trabajador devorando churros con café con leche a las once de la mañana; un militar cabreado o un locutor de radio insultando cada mañana a los políticos catalanes para alimentar a su audiencia”.
Con respecto a lo vasco, los vascos y el nacionalismo vasco, sin embargo, Juliana no procede con tanto miramiento. Cuando aborda alguno de estos temas, el subdirector delegado de La Vanguardia en Madrid, no tiene reparo alguno en sumergirse en el espeso fango del tópico más manido. Todo el tiento que pone en advertir que, “entre el tópico [del nacionalismo español] y la realidad hay muchos matices interesantes”, se transforma en la más vulgar complacencia por el estereotipo cuando se refiere a lo vasco. El libro, de hecho, está salpicado de afirmaciones sobre la historia de los vascos y las singularidades institucionales de Euskadi que abrazan acríticamente algunos de los más rancios tópicos. Sirva como muestra, esta frase extraída de las primeras páginas del libro, en la que Juliana resume lo que cree de los vascos: “Quieren seguir mandando en su casa, no entregar ni un céntimo a la casa común –en eso consiste el fuero- y conservar los puestos de mando laboriosamente conquistados en Madrid desde que los vizcaínos comenzaron a ocupar cargos en la Corte de Felipe II” (p. 25).
La frase es de un simplismo que conmueve. Al leerla, uno no sabe si reírse a carcajadas o romper a llorar. Pasemos por alto, ahora, la absurda línea de continuidad que pretende establecer entre los cargos que los vascos ocuparon “en Madrid” en la Corte de Felipe II y los “puestos de mando” que ahora dice que ocupan en la capital del reino. Los vascos, sostiene Juliana, quieren “seguir mandando en su casa”. No sé si la expresión correcta es la de “seguir”, porque es de común conocimiento que el autogobierno de los vascos ha conocido más de un largo paréntesis. Pero aun suponiendo que lo sea. ¿Tendrá algo que objetar Juliana al hecho de que los vascos quieran mandar en su casa? ¿Acaso le parece mal? ¿Y quien si no habría de mandar en la casa de los vascos? ¿El joven popular que tiene mirada de clérigo iraní? ¿O el Gran Madrid?
Por si lo anterior no fuera suficiente, Juliana asegura a renglón seguido que los vascos no quieren entregar “un céntimo” a la casa común. Como buen pingüino que es, supongo que para Juliana, la casa común será España. Y que, por tanto, no computa las aportaciones que la sociedad y las instituciones vascas hacen a los programas de solidaridad con los países menos desarrollados, porque la casa común no es la tierra, sino España. No está mal para un ex militante del PSUC. Seguro que en el pasado, defendió que la casa común la integraban todos los países en los que hubiese una clase proletaria llamada a la solidaridad internacional. Pero ahora ha cambiado su opinión. Y su criterio actual, coincide punto por punto con el del clérigo iraní del PP. Para ambos, sólo cuentan las aportaciones que se hacen al sostenimiento de España. Y a España, dice Juliana que los vascos no quieren entregar “ni un céntimo”.
No querrán, es posible. Pero, ¿lo hacen? ¿Contribuyen los vascos al sostenimiento de los gastos generales del Estado? Porque una cosa es que no quieran y otra muy distinta el que −quieran o no− lo hagan. La ley reguladora del Concierto Económico dice que deben hacerlo. Y establece a tal efecto una aportación obligatoria anual que recibe el nombre de Cupo y cuya cuantía se fija en función del peso relativo que la economía vasca tiene en el conjunto de la economía del Estado español. Según esto, los vascos debemos contribuir con el 6,24% de todo lo que el Estado presupueste en las materias que no han sido transferidas a Euskadi. No está mal. El 6,24% de todo lo que el Estado presupueste para financiar el ejercicio de sus competencias.
Ahora bien, ¿cumplen los vascos esta previsión legal?
Hasta ahora, ni los más refractarios al Concierto Económico se atrevían a responder negativamente a esta pregunta. Los más críticos −que los ha habido y los hay− sostenían que la fórmula establecida para la fijación del Cupo, que se traduce anualmente en un varios cientos de millones de euros, no supone una aportación financiera equivalente a lo que el soporte de las cargas del Estado supone para otras comunidades autónomas. Puede ser, aunque esta es una afirmación parcial, que no tiene en cuenta uno de los elementos esenciales del Concierto Económico vigente, que es el riesgo unilateral. Pero sea ello como fuere, lo que ahora me interesa resaltar es el hecho de que Juliana, se expresa en términos mucho más radicales que los más críticos. Asegura que los vascos no aportan “prácticamente ni un céntimo a la caja común” (p. 92). Más adelante sostiene otra vez que no aportan “ni un solo euro a la caja común” (p. 139) y, al cabo de unas páginas reitera de nuevo que no aportan “prácticamente ni un euro a la caja común del Estado” (p. 164). ¿En calidad de qué hará estas afirmaciones tan rotundas? ¿Cómo periodista, o como pingüino? Porque…¡parecen más propias de un botijo!
La imprecisión conceptual que aqueja a las referencias que el libro hace a los vascos es tal que, tras su lectura, uno no sabe cual es exactamente la tesis de Juliana. Si los vascos no pagan un euro, si lo que no pagan es ni tan siquiera un céntimo (de euro, quiero suponer) o si, en fin, lo hacen, pero lo que aportan son sumas tan ridículas que “prácticamente” es como si no lo hicieran.
Lo que sí queda claro es que a Juliana no le gusta el Concierto Económico. Debe sentir auténtica repulsión por él. En esto, no es ni el primero ni el único. Quienes redactaron, en junio de 1937, el Decreto franquista que suprimió el Concierto Económico para las provincias traidoras de Bizkaia y Guipúzcoa, ya mostraban la animadversión que Juliana siente por esta centenaria institución. Ya la calificaban de privilegio inadmisible. Pero incluso antes, mucho antes de que las huestes franquistas dictaran este Decreto, hubo políticos, economistas y publicistas que expresaron duras críticas con respecto a este singular modo de financiación del autogobierno vasco. Sin salir del ámbito catalán, Cambó, por ejemplo, le declaró la guerra desde el ministerio de Hacienda.
La rotundidad con la que Juliana critica el Concierto Económico hace pensar que lo conoce en profundidad y basa su crítica en una ponderación objetiva de la realidad, y no en una malquerencia visceral. Pero no hay tal. Ni lo conoce, ni es capaz de aproximarse a él desde la ecuanimidad y el equilibrio Veámoslo:
a) Juliana desconoce la denominación oficial del régimen de financiación que rige para los territorios vascos. Se llama Concierto Económico, pero Juliana alude repetidamente a él como el “Cupo” (pp. 93, 164 y 166) o el “Cupo fiscal” (p. 92), algo que es radicalmente incorrecto. El Cupo es, como ya hemos señalado, la cantidad con la que el País Vasco contribuye al sostenimiento de las cargas del Estado no asumidas por la Comunidad Autónoma. Pero como Juliana afirma que esa contribución no existe, porque los vascos, según su tesis, no pagan “ni un solo euro”, ni tan siquiera “un solo céntimo” a la “casa común”, confunde Concierto y Cupo como si fueran la misma cosa. En fin, una aberración. Digamos de paso que el Cupo líquido de los últimos años, es decir, lo que el País Vasco para a las instituciones centrales del Estado después de deducidas las compensaciones y hechos los ajustes necesarios, ronde los 1200 millones de euros. Que a un catalán como Juliana, una cifra semejante la parezca “prácticamente nada”, sí que le sitúa en el campo de las especies exóticas. Ya no sé si pingüino u okapi. Pero exótico, sin duda. No conozco otro catalán que desprecie tan solemnemente semejante cantidad de dinero.
b) Juliana insiste en que el Concierto es el “único” privilegio vigente en el sistema constitucional español. Lo repite en varias ocasiones, por lo que debe tratarse de una opinión madura y consolidada. Veamos algunos ejemplos. “el único privilegio objetivo que existe hoy en España, la única realidad que merece tal nombre, es el cupo fiscal vasco, esto es, el derecho de los ciudadanos de la comunidad autónoma vasca a no aportar prácticamente ni un céntimo a la caja común. Los vascos –y en buena medida también los navarros- han seguido sin complejos el consejo de Rodríguez Ibarra. Se han puesto los cuartos allí donde les cabían: en el bolsillo de las diputaciones forales” (p. 92). “Gracias a un viejo pacto con el Estado el País Vasco y Navarra gozan de un privilegio que nadie les reprocha (el único privilegio realmente existente en España), el privilegio de no aportar ni un solo euro a la caja común del Estado” (p. 139). El cupo. “Es la única asimetría sancionada por la Constitución de 1978. La balanza fiscal vasco-navarra es un de los secretos mejor guardados del Estado español” (p. 164); “el único privilegio realmente existente en España” (p. 166).
Es más que discutible que el Concierto Económico sea un privilegio. Es un sistema financiero y fiscal distinto al vigente en otros territorios del Estado que, hasta la fecha, ha dado un resultado comparativamente mejor, aunque podía no haber ocurrido así y, por supuesto, podría no suceder así en el futuro, porque el sistema, en sí mismo, no garantiza resultado alguno. El resultado depende de que la gestión del sistema fiscal foral sea comparativamente mejor o peor que el sistema común. Pero aun en el supuesto de que lo fuera, hipótesis que sólo asumo a efectos dialécticos, no sería el “único” privilegio, como Juliana, de muy mala fe, pretende y reitera. Si Juliana quiere hablar de privilegios le puedo citar tres, que están expresamente recogidos en la Constitución.
El primero es la Corona. ¿A santo de qué el hecho de nacer en una determinada familia ha de dar lugar a sus miembros las prerrogativas que hoy rodean a los miembros de la familia real? Eso sí que es un privilegio aunque, Juliana, complaciente con el joven clérigo iraní del PP, prefiera ocultarlo.
El segundo, es la capitalidad de Madrid, expresamente reconocida en el art. 4º de la Constitución. Juliana dedica todo un capitulo a Madrid, el VI. Pero lo hace en los cuidados y cautelosos términos que ha elegido para no indignar al joven clérigo iraní del PP. ¿Porqué no afirma con toda claridad que la capitalidad de Madrid, tal y como viene siendo tratada por los diferentes gobiernos del Estado, constituye un privilegio sin equivalente? ¿De verdad le parece a Juliana que sin la capitalidad, Madrid poseería el potencial que ahora tiene en todos los órdenes? ¿Se ha preguntado Juliana lo que sería de Madrid si se le privase de la capitalidad? Pero Juliana no lo cree así. O no lo le interesa creerlo. O quizás lo cree, pero lo que no lo interesa es ponerlo por escrito. El hecho cierto es que, mientras el capítulo que dedica al País Vasco lo titula, muy elocuentemente Y el privilegio vasco seguirá en pie, en el relativo a Madrid no habla de privilegios. El epígrafe alude al Auge y dominio del Gran Madrid. Como si el auge que vive y el dominio que ejerce el Gran Madrid, incluso la propia condición de Grande que Juliana le atribuye, pudieran disociarse de la capitalidad, con las desmesuradas ventajas que lleva aparejadas
Hubiese sido muy interesante que, como catalán que es, Juliana hubiera sugerido la posibilidad de someter a referéndum en Barcelona −no en Catalunya− una propuesta consistente en ceder a Madrid el controvertido Estatut que tan denostado ha sido en la capital del reino por su sesgo egoísta e insolidario y tomar, a cambio, para la ciudad condal, el privilegiado status de la capitalidad, con su inmensa fuerza atractiva de inversiones y sedes. Un trueque sencillo, al que nadie, en principio, debería oponerse, excepto los nacionalistas catalanes a los que no parece que haya de resultarles muy grato convertir Barcelona en la capital de España. Si Juliana se hubiese atrevido a hacer esta propuesta, seguro que nos hubiésemos divertido viendo a los capitalinos rechazar las prerrogativas de los catalanes, tan inadmisibles, tan insolidarias, con tal de no perder su status capitalino que, al parecer, para Juliana, nada tiene de privilegiado.
En tercer lugar, podríamos hablarle a Juliana del privilegio nacional español. El escenario en el que Juliana formula sus reflexiones es el de una España que ha colmado su aspiración de convertirse en un Estado-nación europeo. Pero en el territorio peninsular ha habido −y todavía hay− otros proyectos nacionales que han pretendido −y pretenden− también ese mismo objetivo, aunque hasta la fecha no hayan podido conseguirlo. En ese sentido, la nación española goza de un evidente privilegio. La historia, con todo su halo de casualidades y violencias, le ha situado en una situación de privilegio, que ha negado a otras. Sin embargo, Juliana no hace notar esta circunstancia. Se sitúa, acríticamente, en el terreno de quienes transforman un producto histórico contingente y relativo, como toda obra humano, en algo ontológicamente incuestionable. Bajo su libro subyace la idea, tan del gusto del clérigo iraní del PP y sus amigos, de que España es una realidad que resulta de la propia naturaleza de las cosas. Las cosas son así, pero es que, además, deben ser así, porque no pueden ser de otra manera. Tradicionalmente, esta idea se expresaba gráficamente con la imagen del dictado divino. La unidad de España, se nos decía, está atada por Dios. Es un dogma incuestionable. Ahora, este mensaje se ha secularizado y ya no se nos habla de Dios –excepto en alguna desternillante homilía de Cañizares- pero se nos deja caer sutilmente que la unidad de España viene en la esencia de las cosas. En fin. ¿Por qué ha de ser motivo de preocupación la idea una España desmembrada y no debe inquietar la existencia, hoy, de un País Vasco dividido por una frontera?
c) Juliana piensa que este “privilegio único” del sistema constitucional, es de los vascos y únicamente de ellos. Sólo de manera tangencial beneficia a los navarros. En efecto, cuando uno acomete la lectura del capítulo IX del libro, que se sitúa bajo el pomposo epígrafe de “Y el privilegio vasco seguirá en pie”, ya intuye que el principal tema que se va a abordar en él es el del singular régimen fiscal y financiero que rige en Euskadi, porque en las páginas anteriores, el autor ha dejado constancia clara de la vehemente antipatía que siente por la institución del Concierto Económico. Pero no todo el contenido del capitulo es igualmente previsible. También encierra alguna sorpresa.
Cualquiera que conozca mínimamente el sistema fiscal vigente en el Estado español, sabe que el régimen general conoce dos excepciones de carácter foral: El de la Comunidad Autónoma del País Vasco y el de la Comunidad Foral de Navarra. Pero como Juliana sólo alude al “privilegio vasco”, da la impresión de que asume la tesis tradicional, hoy virulentamente rechazada por el Gobierno de la UPN, pero antaño defendida ardientemente por la práctica totalidad del orbe tradicionalista navarro, de que también los navarros son vascos. Esta toma de posición sorprende, porque choca con la rigurosa “corrección” que Juliana destila a lo largo la obra, pero no deja de satisfacer que fuera del mundo nacionalista vasco haya, todavía, gente dispuesta a asumir ese principio. La sorpresa se disipa, sin embargo, y la satisfacción decae, cuando el lector descubre que no es así. Que Juliana distingue entre vascos y navarros, pero que los navarros son sólo una anécdota en su discurso antiforal. El privilegio es “vasco” y es contra los vascos contra los que Juliana dirige sus invectivas. Sólo ocasionalmente se anota en la página 166 que el régimen fiscal foral “beneficia también a Navarra”. Adicionalmente, Navarra es citada también, como de pasada, cuando afirma que La balanza fiscal vasco-navarra es un de los secretos mejor guardados del Estado español” (p. 164)
En un reciente libro, Mikel Urtasun, profesor universitario e inspector fiscal de la Hacienda de Navarra, ha puesto de manifiesto que, más allá de las puntuales diferencias que les separan, el Concierto Económico vasco y el Convenio Económico navarro constituyen, en esencia, un mismo sistema. Su origen y evolución, por lo demás, han seguido líneas paralelas, con la salvedad de que, durante la larga noche franquista, la mayoría del territorio vasco fue privado del régimen concertado, mientras Navarra siguió disfrutando graciosamente del mismo y permitiendo a algunas familias acumular muchos millones de pesetas. Pero Juliana sólo se acuerda de los vascos. El privilegio es, a su juicio, “vasco” y así lo proclama en su libro. Lo demás es accesorio. Navarra es una anécdota.
Tampoco en esto se aparta Juliana de la corrección que esperan de él el clérigo iraní del PP y sus compañeros. Cuando el Gobierno de La Rioja impugna ante los tribunales las normas tributarias de carácter foral, actúa exactamente igual que Juliana. Sólo ataca las vascas. Nunca recurre contra las navarras, por mucho que contengan previsiones idénticas a aquellas. La razón de fondo es conocida. Navarra es leal. Los vascos no. Y una misma conducta, reviste significados muy distintos, según provenga de aquella o de estos. Conscientemente o no, Juliana ha caído presa de esta sutil manera de actuar. Una vez más, se sitúa en el terreno del clérigo iraní del PP.
d) Juliana cree que los nacionalistas catalanes no se quejan del “privilegio vasco”. En un loable intento por estimular las buenas relaciones entre los ciudadanos de distintos territorios del Estado −¿qué otra cosa se puede esperar de un pingüino comprometido con un futuro antibalcánico y de concordia para España?− el periodista de La Vanguardia sugiere a los nacionalistas catalanes que se quejen del Concierto Económico vasco. Que lo recurran. Que apelen a las instancias que sea necesario, hasta que desaparezca: “no deja de ser curioso –escribe- que el nacionalismo catalán nunca se haya quejado del privilegio vasco, objetivamente inalcanzable para Cataluña, por mucho que se haya invocado en los debates de la reforma del Estatut” (p. 93)
Es falso que el nacionalismo catalán no se haya quejado del Concierto Económico. Lo ha hecho, y mucho. Me explico. De un tiempo a esta parte −no antes− se ha quejado del hecho de que, a su nación, se le niegue un régimen fiscal y financiero equivalente. No hay más que ver el modo en el que se abordó esta cuestión en las negociaciones sobre el nuevo Estatut. La propuesta inicial, aprobada por el Parlament de Catalunya en septiembre de 2005, recogía un modelo de financiación que, básicamente, coincidía con el Concierto Económico. Su arquitectura era idéntica, aunque la terminología utilizada y los fundamentos jurídicos fueran diferentes. Después, durante las negociaciones, el modelo vasco siguió presente en la mente de los negociadores catalanes, que lo invocaron una y otra vez como punto de referencia. En su reciente libro Les veritats de L´estatut, el diputado de Unió Josep Sanchez Llibre recoge varias conversaciones que tuvieron sobre el particular con el Secretario de Estado de Hacienda, Miguen Angel Fernández Ordóñez (MAFO). En todas ellas, el planteamiento de la parte catalana es el mismo: ¿Por qué no es posible para Catalunya lo que es posible para Euskadi? En una ocasión, MAFO respondió que porque en Euskadi “hay el problema de las pistolas”. A lo que Homs repuso: “Entonces, ¿me estás diciendo que la única salida que tenemos son las armas?” (p. 83). Por esa época, el propio Carod Rovira escribió un artículo en el AVUI, donde sugería algo similar: Que los vascos habían conseguido el Concierto Económico gracias a la presión de ETA.
Juliana cree que los nacionalistas catalanes deberían rematar la argumentación y decir públicamente: “Si a nosotros se nos niega lo que ya tienen los vascos, que se lo quiten también a ellos”. Por eso se queja de que no se quejen y les arenga para que lo hagan. Ya se sabe que la máxima de todo pingüino que se precie consiste en promover a toda costa las buenas relaciones entre los “españoles” de diferentes territorios, para favorecer la concordia. Por eso recurre a argumentos tremendistas como el siguiente: “que en pleno siglo XXI siga vigente una regalía del siglo XIX, cuya amplitud –el concierto beneficia también a Navarra- dificulta cualquier corrección seria de los flujos fiscales en España […] Sin el cupo vasco la cuestión territorial sería un poco más llevadera” (p. 166). ¡Es increíble! Ahora va resultar que el problema territorial español se debe a lo que Juliana, incorrectamente, denomina “cupo vasco”. Sin él, todo sería armonía, paz, unión y entendimiento.
Lo que Juliana no dice, aunque lo debería saber, es que, durante el periodo estatuyente, los nacionalistas catalanes rechazaron el Concierto Económico, arguyendo que la recaudación, siempre impopular, era una parte del autogobierno que no les interesaba. Algunos todavía recordamos las expresiones peyorativas que alguno de ellos utilizó al referirse a esas “antiguallas forales” a las que se aferran los vascos en las puertas del siglo XXI. Pero aquellas antiguallas forales formaban parte de una tradición secular que los vascos tenían muy interiorizada. Sin la devolución del Concierto Económico, nadie, en Euskadi, hubiese considerado que la restauración de la democracia era propiamente tal. En buena parte, el volem l´Estatut de los catalanes se convertía en Euskadi en devuélvannos el Concierto Económico. Cuando llegó la democracia, los gobernantes del Estado podían haber adoptado con respecto al Concierto Económico alguna de las tres siguientes actitudes: Podían suprimir el régimen concertado en Alava y Navarra, completando el proceso derogatorio iniciado por el franquismo en guerra con las “provincias traidoras” de Guipúzcoa y Bizkaia. Podían dejar las cosas como estaban, es decir, tal y como las puso Franco. O podían hacer lo que hicieron, restituir el Concierto a Bizkaia y Guipúzcoa, corrigiendo la injusta y arbitraria medida de guerra adoptada por Franco. ¿Cree Juliana que se equivocaron? ¿Cuál de las otras dos alternativas cree Juliana que debían haber adoptado? ¿La de consolidar el proceso de liquidación iniciado por Franco, precisamente en el momento en el que se iniciaba un proceso de apertura, o la de perpetuar la diferencia instaurada por el dictador?
e) Juliana dice que el Concierto Económico está sustraído del debate público. Que nadie habla ni polemiza sobre él porque se ha situado bajo un manto de silencio que, al parecer, solo Juliana −una especie de intrépido ciudadano Caine− tiene las agallas suficientes como para traerlo a la palestra pública y denunciar el injusto privilegio sobre el que descansa. Juliana afirma que “El cupo vasco no sólo es intocable, sino que parece innombrable, lo cual no deja de ser otra paradoja en una país en cuyas mañanas radiofónicas se discute de todo y se dicta sentencia sobre todo” (p. 93)
¿Innombrable? ¿Sustraído al debate? ¡Juliana no sabe lo que dice! No sé si el Convenio Económico de Navarra es innombrable −se ve que, al menos para Juliana, sí lo es− pero al Concierto Económico vasco se le puede achacar cualquier cosa menos esa. Juliana debe ignorar que es mucho −muchísmo− lo que se ha dicho, escrito y publicado sobre el Concierto Económico desde su instauración en 1876. Desde que Nicolás Vicario de la Peña publicara en 1902 su ya clásica obra titulada Los Conciertos Económicos de las Provincias Vascongadas, y Federico de Zabala escribiera, en la década de los veinte su también clásico, El Concierto Económico ¿Qué ha sido, que es, que debe ser?, el régimen fiscal concertado constituye un tema abundantemente tratado en la literatura especializada. Y no siempre en clave defensiva. Recientemente, por ejemplo, el hermano mayor del ministro de Administraciones Públicas José Víctor Sevilla ha escrito en tono crítico sobre el Concierto en dos libros: Las claves de la financiación autonómica, Barcelona, Crítica, 2001 y Financiación Autonómica. Problemas y Propuestas, Madrid, fundación alternativas, 2005.
En esta amplia producción escrita, el Concierto Económico siempre ha estado perseguido por el fantasma del privilegio, aunque no todos han atribuido a este concepto el mismo significado. En cualquier caso, Juliana debe saber que, tradicionalmente, las críticas dirigidas al Concierto Económico, se formulaban desde posiciones radicalmente contrarias a la admisión de asimetrías en la organización territorial del Estado. Quienes se oponían al Concierto, se oponían igualmente al autogobierno de Catalunya y al reconocimiento del catalán como lengua oficial. La ratio de la crítica era la misma en ambos casos. España es una y debe ser uniforme. De suerte que todos los intentos de quebrar la uniformidad, entrañan, inexorablemente, un riesgo para la unidad. En esencia, el discurso actual del PP. Hay un libro, publicado en la II Republica, que constituye una de las muestras más claras de la estrecha asociación que siempre ha existido entre las críticas al Concierto Económico y la defensa de la España unida y uniforme. Se trata de una obra escrita por José Iribarne que lleva el siguiente título: Un llamamiento a la conciencia nacional. Las dos oligarquías capitalistas que devoran España. El concierto económico de las vascongadas y la autonomía de Cataluña, Madrid, 1933.
Juliana debería ser consciente de la tradición con la que entronca cuando profiere sus críticas al Concierto Económico y de las consecuencias que esas críticas pueden entrañar en otros órdenes. Porque si la asimetría del Concierto Económico es inadmisible, ¿por qué han de ser admisibles la asimetría lingüística, la cultural, la institucional o cualquier otra? ¿Por qué es admisible que los catalanes gocen de una libertad de testar mayor que los ciudadanos de Castilla León? Las razones antiforales de Juliana revisten un potencial expansivo que, bien manipulados, pueden volvérsele en contra. Y entonces, el clérigo iraní del PP y sus compañeros estarán acechando, para jugar su baza y sacar partido. Que no lo dude.
No voy a referirme al otro privilegio del que, según Juliana gozamos los vascos: “el desproporcionado espacio que los asuntos vascos vienen ocupando en la vida pública española desde hace treinta años […] La cuestión vasca se ha convertido en el punto de fuga del paisaje español, el punto en el que desde hace treinta años acaban convergiendo todas las tensiones” (p. 164) ¿Privilegio? Juliana no sabe lo tedioso que resulta, pasear por el mundo como si se fuera un parque temático. Los catalanes han vivido con evidente y justificado malestar la insidiosa campaña propagandista que algunos medios han puesto en circulación durante los últimos meses contra sus reivindicaciones de autogobierno. Pero parecen no darse cuenta de que los vascos hemos padecido esas campañas durante años, mientras ellos miraban desde la barrera. A ellos le tildaban de insolidarios, pero el de insolidarios era uno de los insultos más benévolo de cuantos nos han dirigido. En nuestro caso, todo era de asesinos para arriba. Y a Juliana eso le parece un privilegio.
Sólo desde estos presupuestos se puede entender el hecho de que, recogiendo un cierto estado de opinión, Josep Sanchéz Llibre concluya su libro arriba citado lamentándose del maltrato recibido por los catalanes durante la campaña del Estatut y pretendiendo hacer notar que, lo que ese maltrato evidencia es que “el problema profundo de España no es ni ETA ni los vascos, sino los catalanes, porque hablamos otra lengua”. Si Joseph hubiese estado en nuestro pellejo cuando Aznar pontificaba por todo el mundo contra nosotros, es seguro que no diría esto. Y es seguro, también, que Juliana no consideraría un privilegio el hecho de que los focos de interés de Madrid se fijen en uno para ponerle a caldo.
Juliana pregunta sobre el modo en el que reaccionarán, cuando desaparezca ETA “las élites vascas, acostumbradas a desempeñar un papel de primer orden en la vida española (en las finanzas, en el alto funcionariado del Estado, en la intelectualidad y en el periodismo)” (p. 168) La respuesta es clara. Los de las finanzas, ya muy descabezados después de que Aznar limpiase con malas artes el Consejo del BBV, igual que hasta ahora. Ellos están por encima de las menudencias políticas.
En el alto funcionariado del Estado, no quedan ya colectivos vascos significativos. Al citarlo, Juliana se aferra a un tópico muy manido que carece de correspondencia con la realidad.
Lo que Juliana llama “intelectuales”, acusará, sin duda, el efecto de la desaparición de ETA, porque vive de ella. Sin ETA, muchos de esos intelectuales serían mediocres profesores universitarios que se abren penosamente camino en una ruta académica cada vez más angosta. Es ETA la que les ha permitido situarse en ventajoso pesebres de la capital del reino.
Y de los periodistas, mejor no hablar. Sin ETA, ¿serían algo Patxo Unzueta, Isabel San Sebastián, José Mari Calleja o Carmen Gurrutxaga?
QUE SE DOCUMENTE MEJOR
Al hablar del 11-M sostiene que “Si la opinión pública hubiese sido informada por un portavoz menos implicado en el combate electoral como, por ejemplo, el secretario de Estado de Seguridad, Ignacio Astarloa, un hombre templado […] el PP probablemente seguiría hoy en el Gobierno” (p. 51). Una vez más he de apostillar a Juliana, recordándole que Astarloa no era un hombre “menos implicado en el combate electoral” que Acebes. Astarloa encabezaba la lista con la que el PP concurrió a las elecciones de 2004 en Bizkaia. Era un candidato cunero, porque él es y siente como un madrileño, pero era candidato. Y relevante.
El libro menciona dos veces a Jon Juaristi. Es una cita obligada en todo libro que sea crítico con los vascos. Pero no es aconsejable dejarse guiar por Jon Juaristi cuando se aspira a penetrar con un mínimo de rigor en el universo vasco. Juaristi no es un ensayista serio. Su verdadera vocación es la de poeta e imprime a sus escritos un toque frívolo e imaginativo, que son incompatibles con el rigor del trabajo científico. Y cuando hace incursiones en la historia, comete auténticas tropelías. Si Juliana se hubiese dejado guiar por Ernest Lluch, seguro que hubiese confiado tanto en Juaristi como fuente de citas fiables. Precisamente en La Vanguardia de 25 de mayo de 2000, el malogrado profesor catalán escribía un artículo en el que aprovecha el comentario a un artículo del escritor vasco, para describir sus perfiles:
“Todo ello es falso y está basado en unas lecturas numerosas pero propias del desorden del autodidacto vocacional. Ello personalmente no me extraña puesto que uno de sus máximos valedores me afirmó que reconocía que en su libro más divulgado había detectado 34 equivocaciones. A su vez, el filólogo Xavier Quintana ha escrito que sus libro incluyeron un 30 por ciento de hechos equivocados y uno de los historiadores más reputados afirma que es difícil encontrar más de tres páginas seguidas sin ningún error”.