Beatriz Artolazabal
Iritzia
Diario de Noticias de Álava
Imaginemos un varón de poco más de 30 años, heterosexual, que no tiene pareja estable y mantiene relaciones esporádicas. Imaginemos que, por los motivos que sean, no utiliza preservativo. Ése es el perfil actual de la persona infectada por el virus de sida en Vitoria-Gasteiz. Empiezan a quedar lejos aquellos tiempos en que esta pandemia se identificaba con colectivos como el de las personas con toxicomanías u homosexuales. La frontera que separa las situaciones de riesgo de la despreocupación, esa frontera que en ocasiones la sociedad ha querido trazar de forma interesada, está hoy más difuminada que nunca. Por eso el primer mensaje necesariamente ha de ser un llamamiento a no relajarnos frente al sida, que continua siendo una amenaza a la que estamos expuestos todos y cada uno de los integrantes de esta sociedad.
En estos días, cuando se conmemoran 25 años de la detección en Estados Unidos del primer caso de sida, podemos caer con mucha facilidad en el mareo de cifras, en el balance de los esfuerzos científicos y en un intento de acotar el problema que a veces nos hace perder de vista lo fundamental: nos encontramos ante una enfermedad grave, cuyas consecuencias siguen siendo irreversibles y cuyo riesgo de infección es mayor del que mucha gente supone. No hay más que observar la realidad cercana: un tercio de los casos detectados el último año en Álava fue diagnosticado de forma tardía, lo que supone que la percepción del riesgo en muchos casos sigue siendo baja y cuanto más tarde se detecta una infección, más posibilidades existen de nuevos contagios.
No está de más recordar que son más de 30 millones las personas fallecidas en todo el mundo a causa del sida, que se contabilizan más de 40 millones de personas infectadas por el VIH, que de ellas 17,5 millones son mujeres y, lo más preocupante, 2,3 millones son menores de 15 años. Tampoco está de sobra recordar que aquí en Álava son más de 600 las personas que han perdido la vida por esta enfermedad, pero estas cifras no dejan de ser el recuento de un triste pasado y un preocupante presente. A todas y todos corresponde trabajar para evitar que estas estadísticas se repitan en el futuro y ese trabajo sólo tiene un camino: el de la educación y la prevención.
Podemos volcar nuestra confianza en los importantes avances científicos y destacar que, gracias a los nuevos tratamientos, la esperanza de vida de las personas afectadas ha crecido enormemente. Podemos decir que el sida ha dejado de ser una enfermedad mortal en las sociedades occidentales y que sus secuelas se controlan cada vez mejor, pero tardará en llegar una vacuna que en ningún caso obrará milagros, así que tampoco podemos delegar en la medicina la cuota de responsabilidad que todos tenemos a la hora de frenar el avance de la enfermedad.
En el veinticinco aniversario de la detección del primer caso de infección por VIH también es necesario reconocer la labor de instituciones y sobre todo de tantos colectivos que trabajan en la ayuda a las personas afectadas, la prevención y la concienciación. Hay que valorar el importante papel de muchas asociaciones que trabajan desinteresadamente para transmitirnos la verdadera realidad del sida a través de todas las campañas que organizan, unas campañas cuya efectividad es innegable y que hay que reforzar pero que, evidentemente, no pueden cubrir todos los ámbitos de lo que entendemos por educación. La tarea de informar e instruir en aspectos tan importantes como las vías de contagio, los mecanismos de prevención, la no discriminación de las personas afectadas y tantos otros aspectos tiene que contar en mayor medida con las familias, que a fin de cuentas son el principal agente educativo.
Precisamente a la hora de educar uno de los aspectos en los que hay que hacer mayor hincapié es el preocupante aumento de la proporción de mujeres infectadas con VIH. El aumento de los contagios derivados de relaciones heterosexuales pone de manifiesto el mayor grado de exposición de la mujer a la infección por ser habitualmente quien menor control tiene sobre los métodos de prevención de la enfermedad. No se trata de un fenómeno local, es algo que está sucediendo en todas las regiones del mundo y donde queda mucho por trabajar.
Por lo tanto, abordemos por donde abordemos el problema del sida, al final de cada discurso somos todas y todos los que tenemos la última palabra para dar pasos significativos en lo que supone el principal remedio contra la enfermedad: el remedio educativo. Educación sanitaria, educación sexual entendida como parte de la formación integral de hombres y mujeres, educación necesaria para alcanzar una verdadera actitud preventiva, educación en una serie de valores humanos como la responsabilidad personal a la hora de evitar prácticas de riesgo, como el respeto a uno mismo, como la conciencia de que “no todo vale”. Educar es convertir en alguien más libre e independiente, con más criterio. Educar es promover el desarrollo de una persona para que, desde la transmisión de un conocimiento sea capaz de alcanzar una actitud práctica que le conduzca al mayor bienestar posible. Educar implica un especial esfuerzo en la infancia y la juventud, dando explicaciones conformes a su psicología, pero sin falsear la verdad ni caer en miedos que en muchos casos sólo llevan a la incomunicación.
Veinticinco años nos han hecho aprender mucho, también nos han demostrado que queda mucho por aprender. El sida es más que una enfermedad sin remedio, es un reto ante el que nuestra sociedad tiene que demostrar su grado de solidaridad, de desarrollo, de comunicación, de organización y, sobre todo, de educación. Ahí encontraremos la auténtica vacuna.