Durante las últimas semanas estamos viendo, tanto con perplejidad como con preocupación, los acontecimientos que están ocurriendo en muchas ciudades de la República francesa. Acontecimientos que desde el plano superficial afectan pura y llanamente a lo que se denomina ‘‘orden público’’, ya que los disturbios que se están generando -por lo menos hasta el día de hoy- ni son selectivos, ni tienen objetivos estratégicos, y carecen de un liderazgo organizativo. Evidentemente, sería pecar de ingenuidad, o peor, de irresponsabilidad, intentar tranquilizar nuestras conciencias pensando que "ya está la policía para reprimir los actos de vandalismo". Evidentemente. Si es que fuera sólo ése el problema. Pero no cabe duda que bajo esta capa de violencia urbana existe algo más. Algo que está empezando a agrietar incluso los principales valores del histórico republicanismo francés: libertad, igualdad y fraternidad. Pero ¿sabemos verdaderamente qué está ocurriendo en Francia? ¿lo saben los franceses? ¿y las autoridades competentes?
La versión oficial que las autoridades galas están intentando transmitir es que son «una suma de acontecimientos aislados que por mímesis se han ido repitiendo, y creando una cadena». Aceptar tal cual esa versión sería pura y simplemente cerrar los ojos. Cuando un problema coyuntural se repite en el tiempo y en el espacio corre el riesgo de convertirse en estructural. O lo que es peor, y me temo que en este caso coincide, cuando un problema estructural empieza a aflorar lo hace coyuntural y gradualmente. No confundamos por lo tanto el huevo con la gallina. Nunca una consecuencia genera un motivo, sino que a la inversa. Así y todo, esta cadena de acontecimientos es un excelente caldo de cultivo para demagogias, populismos y posiciones extremas de cualquier significación. Desde la derecha más rancia con tendencias xenófobo-fascistoides, hasta la izquierda más radical, sin olvidar el fundamentalismo islámico más atroz. Todo el que quiera pescar en estas aguas, lo tendrá más fácil que nunca.
En cualquiera de los casos, lo que está ocurriendo en Francia es un importantísimo indicador que, con razón o sin ella, marca luz roja. Una luz que marca ‘‘reserva’’ en el depósito de lo que para algunos era ‘‘el modelo’’ a seguir. La estructura de estado consolidada por antonomasia, con su ideario republicano, su laicismo oficial, su ‘‘école nationale’’ y su centralismo parisino, en el que no hace mucho personalidades como el propio Villepin reivindicaban «que hay que volver a sentir el orgullo de ser francés». ¿Pero qué francés? ¿La Francia actual se puede permitir una definición única de identidad? Hasta ahora los valores anteriormente citados dotaban de identidad homogénea a los ciudadanos de Francia, fueran de donde fueran. Era el Estado con mayúsculas el que proporcionaba el status identitario, por encima de cualquier elemento cultural o lingüístico. Pero el ser humano acepta ‘‘identidades postizas’’ siempre que viva mejor, de lo contrario se rebela. Ese modelo de homogeneización proporciona una igualdad racional que en el índole cultural y político anula cualquier raíz propia y diferenciadora. Y no estoy hablando de comunidades ajenas a la geografía estatal francesa, me refiero sobre todo a Pueblos con identidad propia, como la vasca, la bretona o la catalana, todas ellas dentro del Estado francés. Comunidades culturales y lingüísticas sin posibilidad alguna de desarrollar ni siquiera un modelo de organización institucional propio, por no hablar de aspiraciones políticas, ya que no se les reconoce ni su hecho diferencial. Todo a cambio de una única Francia, homogénea e igual, pero como ocurre siempre "algunos son más iguales que otros".
Sería extremadamente irresponsable si considerara que la respuesta violenta o esta especie de kale borroka que se está dando en Francia justifica la situación que está viviendo un colectivo importante de -no nos olvidemos- ciudadanos franceses. Porque como decía Chirac «los ciudadanos franceses, hayan nacido donde hayan nacido, son depositarios de derechos y deberes de igual manera», pero como decía un representante de una asociación de vecinos de una de los barrios periféricos de Toulouse «ni tenemos libertad, ni igualdad (porque a la hora de acceder, seguimos siendo de fuera), y la fraternidad brilla por su ausencia». No es por lo tanto sólo un problema de inmigración, cuando estamos hablando de gente de incluso tercera generación, cuyos abuelos o padres llegaron a Francia de países -tampoco lo olvidemos- que en su gran mayoría fueron colonia francesa, sino de concepción social, de haber evitado durante muchos años mirar al patio trasero que el propio Estado ha construido durante lustros en las grandes urbes francesas. Y de esta quema no se salva tampoco la izquierda que ha gobernado durante muchos años.
Las medidas de ‘‘tolerancia cero’’ sirven para que el volcán deje escupir lava, pero no para solucionar los problemas que generan la erupción. Ambas son responsabilidad y obligación de los poderes públicos. Poderes que debido a una organización estatal basada en el centralismo ejecutivo están haciendo aguas por muchas grietas. Y más que la situación actual nos debería de preocupar las consecuencias que ese conflicto indefinido (por llamarlo de una manera) pueda generar. Tanto en el orden social como en el político, donde posiciones extremas como la de Le Pén puedan argumentar aquello de "...ya ven cómo yo tenía razón...", con el beneficio electoral y la crispación social que de ello pueda obtener. De la misma manera que organizaciones fundamentalistas islámicas puedan hacer suyas las reivindicaciones y pasar a una acción mucho más peligrosa.
Creo que deberíamos de hacer una lectura objetiva y sin oportunismos. Seguramente estos hechos nos están sirviendo para que en los informativos podamos ver por primera vez que detrás de la torre Eiffel y el Louvre hay también otra Francia, llena de barrios avisperos donde vivir dignamente es muy difícil. Lo peor sería que el descontento generado por motivos diferentes generara una especie de imitación y se empezaran a quemar coches porque sí, en toda Europa. Me decía un amigo (uno que ‘‘sí’’ estuvo allí) que en el 68 los hijos de los burgueses se manifestaban en París, lanzando adoquines a la policía, "porque estaban hartos de aquella manera de vivir bien". Eran universitarios, blancos y "franceses de pura cepa". Los de ahora ni están organizados, ni se manifiestan en la Sorbona, ni son "franceses de pura cepa", y creo que simplemente están hartos. ¿Qué diría Sartre de todo esto?