En estas circunstancias considero más conveniente un pronunciamiento parlamentario que apelar a una ciudadanía ampliamente desorientada y desinteresada por la complejidad del Tratado. Se me podrá argüir que «nada hay más democrático que un referéndum» y «qué tiene de malo pedir la opinión de la gente». No, porque con la apatía existente y la carencia de un debate clarificador la convocatoria de un referéndum es un intento fallido de sustituir al Parlamento en un sistema de representación política.
España ha vivido durante demasiadas décadas al margen de los dramas y los sueños europeos y no ha sentido la necesidad perentoria de ese compromiso con la unidad de Europa, sino es por la responsabilidad que le obliga la ingente cantidad de fondos europeos que ha recibido para la mejora de sus infraestructuras.
Como botón de muestra, estos días de febrero, tras la liberación de Auschwitz, se conmemora en el corazón de Europa el bombardeo indiscriminado a Dresde, por parte de las fuerzas aliadas, así como
El TC no tiene poderes, como algunos parece que pretenden atribuirle, para resolver nuestros problemas de desempleo, vivienda, igualdad de género,... etc. Éste es un debate falso que nos conduce al escepticismo. El TC se resume en una declaración de buenas intenciones, proclamación de principios, consagración de derechos jurídicamente vinculantes, así como el establecimiento de unas reglas de funcionamiento que compila y ordena las realidades jurídicas dimanadas de los anteriores Tratados.
La pregunta es si este marco es válido para que los responsables políticos europeos y los ciudadanos pintemos un cuadro para seguir avanzando por la senda de la estabilidad política y el bienestar económico. Considero que sí aunque, tan pronto se ratifique el TC hay que ir pensando en su reforma. El mundo, y su conformación multipolar: EE.UU., China-India... avanzan vertiginosamente por lo que si este traje constitucional europeo no se ajustara armónicamente a los nuevos desafíos, sobre todo en política exterior, se desgarrará.
En amplios sectores de la derecha española el debate sobre el TC ha reverdecido la angustiosa cuestión que entronca con el pensamiento de parte de la intelectualidad española a lo largo de los siglos XIX y XX sobre el ser de España y su unidad nacional. El argumento se ha agravado porque si antes la zozobra la producía la periferia y sus demandas de autogobierno, por abajo, ahora la transferencia de soberanía hacia arriba que acarrea la construcción europea explica esta especie de histerismo nacional que arremete, no tanto contra Europa, sino mediante la instrumentalización de ésta contra las aspiraciones de las Naciones sin Estado.
Como los anteriores, este nuevo Tratado arranca otro jirón a la soberanía de los Estados-Nación. El TC, aunque elaborado por una Convención, hito muy importante cara a las próximas reformas, tiene un carácter estatal innegable. Europa se está haciendo esencialmente desde los Estados, pero, sobre todo, a costa de los mismos. Seguirán siendo todavía protagonistas de esta construcción europea pero con un poder menguante ya que su soberanía será cada vez más compartida, en varios niveles, o no será.
Los tiempos históricos transitan a favor de las Naciones sin Estado y éste no es un planteamiento voluntarista o ‘‘wishful thinking’’. La mitad de los diez países de la reciente ampliación no existían como tales hace apenas 15 años. Si retrocedemos a mediados del siglo XX, solamente dos países de esta ampliación existían en su actual estructura, Polonia y Hungría, como naciones libres. Aunque creo que la creación del comité de regiones en Maastricht responde a un temor de las élites políticas europeas provocado por los procesos independentistas de los comienzos de los años 90, Lituania, Eslovenia..., con la intención de diluir las reivindicaciones de otras Naciones sin Estado, prestos a la emulación, en un magma de regiones y municipios.
La emergencia de nuevos países, de
Debemos dejar claro que en un mundo globalizado e interdependiente aspirar a la soberanía, es aspirar a compartir soberanía, es decir, capacidad de decisión tanto interna, como en
Pero Europa no es la solución. Es el espacio y marco de convivencia que aspiramos a compartir desde un mayor protagonismo. La solución reside en nosotros y en la capacidad que tengamos de persuadir y movilizar a nuestros ciudadanos en la defensa y profundización de nuestra identidad, así como en la capacidad de apertura al mundo exterior.
Alcemos el vuelo, no para escaparnos de la realidad, sino porque la limitación de visibilidad que nos impone el vivir a ras de suelo, no nos permite ver la larga secuencia y analizar el TC, como un nuevo mojón, en la configuración de un sueño y de una obra gigantesca, la creación de una única Comunidad política europea.