Apartir del Foro de Davos, prestigiosos economistas y organismos internacionales han puesto de manifiesto la profundidad y la gravedad de la crisis económica española, lo que para muchos era más que evidente desde el inicio de la propia crisis.
La OCDE, el Fondo Monetario Internacional, la propia Comisión Europea, por boca del comisario Almunia, así como economistas de la talla de Rubini, Krugman, Stiglitz y Rogoff, entre otros muchos, han coincidido en señalar que la situación económica española es realmente preocupante y que requiere de medidas contundentes de política económica.
Los datos son incontestables. El pasado año el Producto Interior Bruto cayó en más de un 3,5%, se destruyeron más de 1.200.000 empleos, con lo que el nivel de paro se situó cerca de los 4,5 millones de desempleados y la tasa de paro, próxima al 19%; cifras incomparables en el entorno europeo y difícilmente asumibles para una economía que pretende ser desarrollada.
Paralelamente, se ha producido un deterioro profundo de las cuentas públicas, lo que ha situado al déficit público en el 11,4% del PIB, generando dudas más que razonables sobre la solvencia de las administraciones públicas.
Además, no se observan signos de reactivación para el presente ejercicio. Muy al contrario, el PIB continuará cayendo este año, el paro seguirá aumentando y será muy difícil reconducir el déficit público.
El factor explicativo determinante de la gravedad de la crisis española -más allá de los elementos comunes que comparte con la crisis económico-financiera internacional y el fuerte impacto del estallido de la burbuja inmobiliaria- es la baja productividad de su economía, lo que constituye, a su vez, un lastre importante para superar la situación.
Pero aumentar la productividad del sistema económico (objetivo básico estratégico) no se consigue a corto ni a medio plazo. Depende, entre otras cosas, de la apuesta continuada por la educación, la investigación y la innovación, por las infraestructuras físicas e inteligentes, etcétera. Políticas que, si están bien orientadas, darán sus frutos a medio-largo plazo.
Pero, ¿qué se puede o qué se debe hacer a corto plazo? El incendio económico está declarado, la confianza en la economía está bajo mínimos, colocar deuda pública en los mercados es difícil y mucho más caro que la de otros países europeos. Los mercados bursátiles reflejan incertidumbre y desconcierto. En definitiva, el deterioro económico se está acelerando.
Y en este momento, cuando es más necesario, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero no está dando la talla. En lugar de asumir la situación, critica a los que ponen en evidencia las penurias de la economía española; en lugar de buscar la complicidad, el consenso y el apoyo de los agentes económicos y sociales y grupos políticos, actúa en solitario e improvisando. No ha- ce frente a la realidad como debería.
Su falta de liderazgo e incapacidad para la búsqueda de acuerdos es lo que le resta credibilidad para afrontar la crisis. Y esto es lo más grave que le puede pasar a un responsable político.
Como los malos toreros, el presidente Rodríguez Zapatero, frente al morlaco de la crisis, da la espantada y se esconde tras el burladero. Pero, desgraciadamente, ese toro no se va a marchar. Va a estar cada vez más enfurecido y al presidente no le va a quedar más remedio, antes o después, que echarse al ruedo.
No es fácil la situación, ni sencillas las medidas que hay que adoptar. Controlar el déficit público puede contraer más la economía y generar más paro; pero no hacerlo puede aumentar la desconfianza en la economía e incrementar su deterioro.
Hay economistas que señalan que recortar el gasto público cuando la economía no ha dado aún signos de recuperación puede truncar el necesario crecimiento económico.
Sin embargo, en Davos se advertía del riesgo de crear una burbuja de deuda pública y de los ataques especulativos que, como sobre Grecia, pueden ocurrir en otros ámbitos como en el de la economía española.
Como digo, no es fácil, pero anunciar medidas aisladas e improvisadas no es la mejor manera de actuar. Un día se propone la prolongación de la vida laboral hasta los 67 años, otro día se anuncia un recorte presupuestario por importe de 50.000 millones de euros; más tarde se plantean algunas medidas inconcretas de reforma del mercado de trabajo. Y frente a las reacciones adversas, se recula y corrige.
La crisis es realmente profunda y va a suponer cambios drásticos en muchos órdenes de la vida. Y va a obligar a abordar las grandes reformas pendientes que, como grupo parlamentario, venimos defendiendo en Madrid desde hace mucho tiempo. La reforma real del mercado de trabajo, la reforma del gasto público, la de la energía, la de la I+D+i, la educativa, entre otras, han de formar parte de la agenda anticrisis.
Tengo mis dudas de que se vaya a actuar correctamente, de que el Gobierno de Rodríguez Zapatero, con el propio presidente a la cabeza, sea capaz de hacerlo, porque comparto lo que hace unos días señalaba Moisés Naim, cuando decía: «España tiene un serio problema de credibilidad, Zapatero lo tiene (
). Davos conoce los pésimos datos económicos (
). La credibilidad no se gana en un día con un golpe de mano».
Y sin credibilidad no es posible liderar ni buscar los consensos necesarios para cambiar la situación. Malas perspectivas.