Iñaki Anasagasti
05Agosto
2006
05 |
Opinión

REFLEXIONES SOBRE EL PODER

Iñaki Anasagasti
Agosto 05 | 2006 |
Opinión

DaltonTrumbo fue víctima del fanatismo. El macartismo lo acosó del tal modo que debió ocultar su labor intelectual. Siendo uno de los mejores escritores norteamericanos y posiblemente el mejor libretista de cine, estuvo un largo tiempo condenado al silencio. La caza de brujas lo arrinconó de tal forma que tuvo que apelar a interpuestas personas para ganarse la vida con su producción literaria.
En los últimos años de su existencia trabajó en una novela, La Noche del Uro, especie de diario de un ex oficial nazi, jefe del campo de concentración de Auschwitz. Grieben es la personificación de un tipo de hombre y de una época. Trumbo no pudo concluir la obra. Una parte de la misma quedó esbozada en notas, pero de ella brota una de las explicaciones más lúcidas al tema del poder absoluto.

No debe haber persona que no haya meditado sobre la sordidez y la grandeza del poder. Asumido éste en términos absolutos se identifica con una de las aspiraciones mayores del hombre. Precisamente la limitación al mismo, todo lo que forma parte del esfuerzo que el propio ser humano ha tenido que hacer para evitar la aberración. La historia podría sintetizarse a través de dos actitudes: una, la del ejercicio sin límites del poder; otra, la de la lucha por su control.

Pero aún así la explicación al fenómeno de posesión y autoritarismo no encuentra un desarrollo lógico. Hay un momento en que se quiebra: se interna por senderos que nada tienen que ver con lo racional. ¿Son suficientes, acaso, las explicaciones en torno al fascismo y al nazismo?. La explicación no está sólo en lo económico ni en lo político. “El asalto a la razón” de que hablaba Lukas parra referirse al fascismo, tiene mucho que ver con el comportamiento del ser humano.

Trumbo definió su angustia ante el tema con palabras cargadas de dramatismo al decir: “Lo que busco, el demonio que pretende aprisionar, es la oscura ansia de poder que yace en todos nosotros, esa perversión del amor que es secuela inevitable del poder, el perverso, exquisito placer del poder absoluto”. El esfuerzo del escritor estuvo orientado a entender no sólo a un nazi, sino a una parte de si mismo. El personaje de la novela, Grieben, lo explica de esa forma: “En ese supremo instante, el poder del hombre se funde con el poder de Dios para convertirse en poder absoluto, esta enceguedora apoteosis de divinidad que ningún hombre, por bajo y cobarde que sea, puede rechazar”.

El jefe de campo de concentración, autor de exterminios en masa, a quien le fue dado el poder de Dios de dar vida o muerte, es capaz de lanzar un reto estremecedor y confirmado muchas veces en la práctica en diversos momentos de la historia: “Así que, cuando llegue tu momento de poder ,actuarás como lo hice. Sin vacilaciones, sin mirar atrás, incluso con alegría; abrazarás el poder absoluto y con él el bien y el mal de la divinidad”.
Otro libro sobre la cárcel; Preso sin nombre, Celda sin número, de Jacobo Timerman, es también sobre el poder absoluto. En otros contextos, en otra época. Es la visión de prisionero, no la del carcelero. En el fondo es el vacío de vida y el cúmulo del poder. Expresado éste de manera rotunda más allá de todo límite.

EL PODER PEQUEÑO

Enunciado esto, uno, ciudadano común, puede imaginarse el poder político como una cosa magnífica, llena de encantos, misterios y responsabilidades muy importantes y definitivas. El poder se muestra como el lugar desde donde todo es posible, hacia el cual todo converge y desde el que se irradian beneficios personales, grupales y sociales. De este modo, el poder se constituye en un centro en el cual se reúne la voluntad colectiva para, precisamente, lograr aquellas aspiraciones promedio de eso que se llama –a estas altura no se sabe sí por convención- el pueblo.

Sabiendo estas cosas y con el altruismo característico, se puede pensar que los políticos son aquellos ciudadanos esforzados, llenos de proyectos y de ilusiones, capaces de renunciar a placeres y comodidades en obsequio de esa cosa insólita que se llama la vocación de servicio público. Los políticos son, pues, aquellos personajes que buscan esforzadamente el poder para servir a la colectividad.

Podemos estar de acuerdo en que esa idílica visión del poder y de los políticos requiere ser matizada. El ejercicio del poder puede tener –y en general tiene- una dimensión social real e incontrovertible; aunque también posee esa porción de ambiciones, placeres, deseos, contigüidades, ambigüedades, desplazamiento, elusiones y alusiones, que caracterizan a los seres humanos en todas sus actividades.

Todo poder es un tanto pecaminoso, aderezado con ciertas sordideces, pero sin que estas características le impidan ser también generoso, creativo, audaz y capaz de converger con demandas y aspiraciones del común.
Para que el poder sea, entonces, no un lugar celestial (como algunos miembros del Club de Tobi querían), pero si el espacio de intersección de legítimas ambiciones personales con proyectos de carácter social, para beneficio de la comunidad, se requiere –por lo menos- un cierto sentido histórico. Es la noción según la cual el poder conecta con el furor, con una dimensión de grandeza, con los sueños, con lo que se ha imaginado que puede ser el país, en fin, con tantas cosas.

Los estadistas en este sentido, no poseen ninguna santidad especial, solo que su garra política y su interés parcial, toca, roza, o se engancha con procesos más complejos y con fuerzas sociales activas de alguna trascendencia.

Al lado de éstos hay otra especie de políticos: aquella cuyo sentido del poder es absolutamente pequeño y fugaz. Son los que le falta grandeza y les sobra capacidad de odio; ayunos de proyectos reales de construcción de algo y pletóricos de resentimientos contra los que se le han enfrentado, criticado o que simplemente se han permitido la licencia del disentimiento. Los que viven por y para el poder pequeño, abundan y se reproducen como conejos. Son la carne de batalla de los de más arriba: no tienen idea del país ni de sus problemas, pero están prestos a cualquier agresión, a cualquier ruindad contra el “enemigo” que se han construido o que han escogido sin mayores miramientos.

El problema surge cuando esos especimenes, normalmente habituados a merodear detrás de las cortinas o en los sótanos, comienzan a tener influencia por los requerimientos de los jefes y por la “ayuda” que pueden prestarles. Aquí si comienza una verdadera tragedia.

Efectivamente, muchos líderes llenos de merecimientos, pasado digno, presente esforzado, haberes de realizaciones múltiples, pueden llegar a un momento en que se dejen ganar por la pequeñez, por el odio gratuito, por la malsana influencia de alguien, por la ineptitud para admitir e incluso promover la crítica; en fín, se dejen ganar por una visión miserable del poder. En este momento es cuando estos personajes meritorios bajan de su pedestal, reniegan de sus amigos y se entregan a la santería más absoluta con la soldadesca roedora, incapaz de la crítica, pero también incapaz de construir nada bueno, útil o duradero.

En Euzkadi, en este momento, hay líderes valiosos con una concepción decente del poder y la política: hay los tirapiedras, gozosos en su encharcamiento tradicional, pero lo malo –digo yo, por decir- es que algunos de los generales de varias estrellas y llenas de condecoraciones, se están deslizando por la peligrosa pendiente de la incapacidad para el disentimiento, la hipersensibilidad, la ausencia de diálogo, la distancia con los amigos, el cohabitamiento con los soldados y la pérdida de grandeza.

No sería tan catastrófico si fuera un problema personal, inherente exclusivamente a los actores referidos, pero cuando se está en una posición institucional, estas mutaciones tienen efectos políticos, y el antiguo poder magnífico en nombre del país, se convierte en el poder pequeño, para la pequeña venganza y la pequeña factura. Así pasa; así pasa sobre todo en las crisis.

APRENDER A DISTINGUIR AL MEDIOCRE

Por eso, no confundamos las cosas. No es lo mismo ser notable que ser notorio. Nuestra época abre paso al notorio y se lo obstruye al notable. Es una época de publicidad y de engaño. El afán de notoriedad se justifica ante el éxito alcanzado. Lo importante: el éxito. Llegar, llegar. Parecer. Representar. Lo terrible: no alcanzar el éxito.

No importan los medios para obtener el éxito. Tampoco importa la sustancia, la consistencia, de ese éxito. Si se obtiene con trampa, con astucia de mala ley, con procedimientos literalmente inimputables pero en sana ética censurables, el individuo no tiene por qué preocuparse.

Por otra parte, quien no logra éxito en nuestra cultura es un fracasado. Y al fracasado no le queda más alternativa que deprimirse: ante sus propios ojos no vale mayor cosa. Quien no alcance la meta –relumbrante, sonora- que se ha fijado, se convierte en reo de un delito atroz, inconcebible. Su lugar será el banquillo, y la acusación externa, la de los demás, se sumará a la propia para deprimirlo. Por esto es importante la notoriedad en el caso de los individuos sin valor. Ella les comunica una sensación de importancia, los rodea de la admiración de los tontos y los mantiene en escena. La escena del fantoche.

Saber distinguir al mediocre es fundamental. Y, sobre todo, al mediocre con ínfulas, al mediocre que quiere exhibir justamente aquello de que carece, constituye una de las primeras lecciones en la vida del hombre legítimo.

Por supuesto, no digo nada nuevo. El ser humano ha tenido siempre especial inclinación por lo artificial, por la mentira, por lo fácil. Y como siempre ha despreciado la oportunidad de encaminarse bien, de educarse para la justicia, de formarse para crear y no para destruir hoy es tan débil que enferma gravemente si no satisface sus caprichos y si no mete ruido.

Por figurar, por alternar con las celebridades, un quidam llamado Erostrato prendió fuego la templo de Diana. Como castigo, fue condenado a la anonimia y su nombre no se mencionó por muchos años. Pero murió el incendiario, murieron los jueces, y del silencio infamante de su nombre surgió el anatema: “erostratismo” significa afán inescrupuloso de notoriedad, locura publicitaria, pasión absurda por la constante figuración.

Y aquí termino estas reflexiones sobre el poder, insistiendo en que no es lo mismo ser notable que ser notorio, y acusando a nuestra cultura de confundir lo uno con lo otro. Hay que esforzarse honestamente en la superación, y nada más. Y recordar a Lao-Tse: “Usa tu luz, pero oculta su brillo”.

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