La ilegalización de Batasuna y varios cientos de listas de la izquierda abertzale en sucesivas elecciones a través de la Ley de Partidos pero, curiosamente, al margen de cualquier responsabilidad penal de sus dirigentes, ha sido el último botón de muestra de la precariedad que sufre el Estado de Derecho en España. Sobre el particular, se acaba de producir la decisión de la Audiencia Nacional sobre prórroga de la suspensión de actividades de Batasuna -algo absurdo si como dicen algunos se trata de una organización ilegal- y prohibición de un acto público en el recinto BEC de Baracaldo mediante restricción directa de derechos fundamentales a miles de ciudadanos ajenos a sentencia penal de ningún tipo. Sirvan estas líneas para tratar de subrayar y reivindicar para todos, algunos de estos derechos fundamentales que la aplicación de la Ley de Partidos no ha dudado en arrebatarnos, siempre al margen del procedimiento constitucional establecido.
Nadie duda de que los derechos fundamentales constituyen el fruto más directo de nuestro desarrollo jurídico y civilizatorio, además de una de las más palpables manifestaciones del sometimiento de todas las personas e instituciones a la Ley y al Derecho según la Constitución (CE). La novedad, a través de la propia Ley de Partidos, supone en este caso la restricción directa de derechos fundamentales tan básicos como el de libertad ideológica, de reunión o de manifestación sobre un colectivo determinado de personas. Tal posibilidad implica efectos colaterales en las propias garantías que derivan de la Constitución y de los compromisos internacionales ratificados por España, nada menos que a través de una mera interpretación judicial o administrativa de una Ley Orgánica. Lamentablemente, ello sólo ha sido posible ubicando a la Constitución como figura puramente decorativa del ordenamiento.
Es decir, la ilegalización "ad hoc" de Batasuna y demás listas no sólo ha supuesto su desaparición de la esfera política electoral sin dirimir responsabilidad penal alguna de sus dirigentes, sino que se arroga hacia sí la legitimación y competencia para decidir sobre la autorización o no de determinadas reuniones y manifestaciones, cuya no autorización sólo cabría bajo razones fundadas de alteración del orden público con peligro para personas o bienes (art. 21 de la Constitución). Con semejante lectura, el ejercicio de los derechos fundamentales es objeto de concesión o desestimación directa para definir, soslayando la Constitución, cuándo, dónde y cómo puede un colectivo determinado reunirse y manifestarse en ejercicio del citado art. 21.
Sin embargo, los derechos fundamentales no pueden ser objeto de concesión por parte del legislador, del ejecutivo o del poder judicial; ni siquiera se requiere el mínimo desarrollo legislativo para su libre ejercicio. Se trata de derechos inalienables de nuestra esencia como seres humanos, inseparables de nuestra identidad individual y colectiva, inembargables y, por todo ello, imprescriptibles en un Estado de Derecho, salvo restricción específica bajo condena judicial penal o estados excepcionales (arts. 21, 22, 23 y 55 CE). Sin embargo, en el Estado de Derecho que nos propone la Audiencia Nacional heredando las doctrinas del viejo Tribunal de Orden Público franquista, la perspectiva es bien distinta. Cuando el art. 55 de la Constitución nos dice que los derechos de reunión y manifestación del citado art. 21 CE sólo pueden “ser suspendidos cuando se acuerde la declaración del estado de excepción o sitio en los términos previstos en la Constitución”, se establece un límite infranqueable y un procedimiento concreto para la suspensión de tales derechos que, como puede verse, hay quienes no contemplan porque su visión constitucional es incompleta, interesada o políticamente teledirigida. De lo contrario, podríamos concluir peligrosamente que la limitación de tales derechos sugerida por algunos sectores y corroborada por la AN con esta decisión, presupone o se basa en la pretendida declaración de un estado excepcional en una parte determinada del territorio y sobre un colectivo concreto. Algo, dicho sea de paso, bastante parecido a lo que ha sugerido últimamente un militar de alto rango.
Una vez más, se utiliza la Constitución a tiempo parcial con lecturas absolutamente alejadas de su tenor. Tal y como sucede con la Ley de Partidos en vigor, se restringen las garantías constitucionales de un determinado colectivo, sin caer en la cuenta de que la restricción de tales derechos lo es para todos y está claramente proscrita por la propia Constitución. En el sistema constitucional español sólo cabe suspender los derechos de asociación política, de reunión y de manifestación en base a una condena judicial penal (arts. 21 y 22 CE) o mediante declaración de estado de excepción o de sitio (art. 55 CE). Cosa distinta es que el Departamento de Interior correspondiente prohiba una manifestación por las causas ya citadas y recogidas en el art. 21 CE, estando este último siempre por encima de cualquiera de las previsiones de la Ley de Partidos.
La relativización paulatina de los derechos fundamentales a través de meras leyes supone, directamente, un fraude constitucional incompatible con los compromisos europeos e internacionales adoptados por España desde los inicios de la democracia. Se trata de una regresión jurídica hacia postulados de pura concesión administrativa o jurisdiccional de los derechos fundamentales, haciendo de la propia Constitución una figura jurídica sujeta arbitrariamente a los vaivenes políticos de cada momento.
El problema de fondo es, precisamente, que resulta imposible ilegalizar constitucionalmente a un partido político o a sus miles de simpatizantes, sin dirimir previamente y en un proceso penal, sus eventuales responsabilidades (arts. 9, 10, 21, 22, 23 y 55 de la Constitución). Tanto o más cuando se priva a miles de personas de sus derechos fundamentales. Tal es el absurdo de la Ley de Partidos cuyo tenor, sin embargo, se mantiene absolutamente vigente. Precisamente el tenor de una ley que nace presuntamente para defender las opciones ideológicas y acaba persiguiendo e investigando a miles de ciudadanos a causa de sus opciones ideológicas. Una ley que, de una u otra forma, se mantiene en vigor a la espera de volver a ser aplicada por el gobierno central de turno, en el momento en que se estime pertinente. Según quien ejerza tal función en cada momento, es evidente que la composición democrática del Parlamento vasco, del navarro o de las Cortes pueden sufrir serias alteraciones quedando la sociedad y sus derechos civiles y políticos huérfanos de tutela. Es esta una cuestión vital, de rango constitucional y supraconstitucional (UE) que sólo podría resolverse con la derogación de la Ley Orgánica de Partidos Políticos. En ello tiene el PSOE un reto pendiente consigo mismo; pero también lo tiene pendiente con la sociedad en general y con el Estado de Derecho. Es un reto con mayúsculas que no admite vías de maquillaje con fines electorales. Es una cuestión de pura cultura democrática y respeto a los derechos fundamentales que proclama la Constitución.
A tal fin, si el PSOE quiere demostrar su compromiso con la Constitución y los derechos fundamentales, que lo haga seriamente y proceda a derogar dicha ley en las Cortes con el conocimiento de todos. No cabe una aplicación o inaplicación arbitraria de los derechos fundamentales en función de intereses políticos. Precisamente, porque los derechos fundamentales no admiten excepción alguna y están por encima de cualquier interés político o partidista; incluso por encima de la propia Constitución gracias al Derecho Europeo e Internacional vigentes. Si la pretensión última es hacer de la Constitución una mera figura decorativa, es obvio que cada vez estamos más cerca.