Por ello, el concepto actual de soberanía comienza a alejarse del poder total y omnímodo de los gobiernos para acercarse más a modelos de soberanía limitada o compartida, en su caso. Subsisten, sin embargo, Estados anclados en las nociones del pasado cuyos sistemas se resisten a someterse a los parámetros internacionales apuntados ni a compartir soberanía con nadie. El ejemplo más evidente es el de los Estados Unidos, cuyo presidente busca y practica una política radicalmente contraria a la limitación de su soberanía o a la idea de compartir la misma interna o externamente.
Pero, además, la globalización del mundo occidental y la economía libre de mercado han impuesto, casi violentamente, a las sociedades más fácilmente vulnerables y desprotegidas, todo un abanico de límites a sus propios gobiernos y políticas que cada vez se alejan más de ser plenamente soberanos. Lo que falta saber de veras es si los Estados desarrollados que auspician el maltrecho sistema jurídico internacional comparten dicha reflexión y son capaces de comprometer sus niveles de bienestar y capacidad productiva a cambio de la solidaridad activa que precisan aquellos que no pueden gozar de este engañoso fenómeno de la globalización ni de sus propias soberanías como naciones.
En todo caso, de la teoría política y jurídica a la realidad de los hechos siguen restando trechos de gran importancia, incluso en aquellos Estados que, como EE UU, pretenden mantener su soberanía plena e inmutable frente a cualquier otra consideración. Así, muchas de nuestras sociedades contemplan, perplejas, un sistema interno e internacional que, como es fácil constatar en cada uno de sus recientes y conflictivos episodios, no consigue hacer cumplir prácticamente ninguno de sus compromisos y dictados. Ni siquiera, en muchos casos, aquellos que en aplicación de los derechos fundamentales reconocidos internacionalmente, limitan de raíz la soberanía de los Estados. Basta citar, al efecto, los casos de Guantánamo, la invasión de Irak, las docenas de crisis humanitarias existentes, el expolio y abandono de África, la dilapidación de los recursos naturales del planeta o las prácticas policiales recientemente observadas en Estados como el Reino Unido o los Estados Unidos.
Lógicamente, si el sistema internacional pretende exportar abiertamente los valores de la democracia y la buena "gobernanza" en clave de respeto universal a los derechos fundamentales y a la justicia social, es del todo imprescindible que todos los Estados de dicho sistema asuman los límites inherentes a sus respectivas soberanías. Pero la soberanía del pueblo que propugnan las constituciones modernas no es tal en el plano internacional; en este complicado contexto, los Estados (sean los que apuestan por la soberanía limitada [UE] o por la soberanía plena [USA]) siguen siendo los sujetos casi únicos del sistema, ostentando, precisamente, esa soberanía que nos corresponde como individuos.
El reto se mantiene, por tanto, para que los propios individuos ejercitemos la soberanía que nos corresponde en todos los planos, o que los Estados la ejerzan en beneficio y protección de los derechos de cada uno de nosotros. Esa es la esencia de una soberanía limitada alejada de los poderes absolutos e ilimitados del pasado. De lo contrario, nuestras sociedades difícilmente serán libres, sino esclavas de esa misma so-beranía que como hombres y mujeres nos corresponde. Allí donde el bienestar económico es palpable, este detalle puede pasar inadvertido pues los ciudadanos compramos cuotas de libertad a cambio de nuestra moneda vigente; por contra, donde la furia del hambre y la pobreza continúan su sangrante lacra, es evidente que la soberanía ilimitada de los Estados se ha exprimido brutalmente hasta expoliar al hombre de su mínima dignidad como ser humano. Lamentablemente, debido a la violación constante de los límites inherentes hoy a toda soberanía (los derechos fundamentales).
Por tanto, el concepto y el ejercicio de la soberanía que practican los Estados debe sufrir y, de hecho, está sufriendo, modificaciones sustanciales. Y la tarea implica, no obstante, los habituales recelos de muchos Estados que no observan con buenos ojos más formas de participación internacional que la suya. El planeta no puede esperarnos más y las conciencias de Occidente deben al fin despertar. Para ello, no cabe duda de que el concepto clásico de soberanía debe ser superado en la búsqueda de soluciones más ágiles y abiertas que garanticen los derechos de los ciudadanos. En el camino, subsisten los mismos debates y conceptos de siempre: soberanía, nacionalismos, derechos individuales y colectivos, principios democráticos, identidades nacionales, desarrollo sostenible... Creo que a todos nos toca pronunciarnos sobre dos alternativas que se presentan bastante claras: un sistema internacional y un modelo de Estado basados en el mero ejercicio de la soberanía por los poderes públicos y en el sentido unilateralmente determinado por éstos, o bien una fórmula, similar a la que actualmente práctica la UE, pero sustancialmente mejorada, en la cual sean los individuos y todos los poderes públicos constitucionalmente reconocidos los que compartan abiertamente márgenes y espacios de soberanía en la defensa y promoción de aquellos valores y objetivos que dignifiquen nuestra existencia y respeten nuestros derechos fundamentales.
En esta importante tarea es evidente que ni los ciudadanos ni los gobiernos sub-estatales o de naciones sin Estado pueden soslayarse. Se perdería, en tal caso, la oportunidad de acometer una lectura flexible de lo que representa el concepto de soberanía en la actualidad. Al fin y al cabo, la soberanía reside en cada uno de nosotros y es, por tanto, a cada ciudadano a quien corresponde, individual y colectivamente, su democrático ejercicio diario, incluso, por supuesto, frente a sus respectivos Estados en el ámbito internacional. El individuo es titular único y legítimo, mientras que los Estados y demás ámbitos políticos de decisión son meras entidades instrumentales al servicio de los individuos.