Josu Erkoreka
22Otsaila
2011
22 |
Hitzaldia

Intervención de Josu Erkoreka en el Colegio de Registradores de Madrid

Josu Erkoreka
Otsaila 22 | 2011 |
Hitzaldia

Hace ya varios meses –calculo que en torno a cinco- recibí una carta muy amable en la que el Decano del Colegio de Registradores de España me invitaba a participar en una conferencia-debate -creo recordar que la calificaba así: conferencia debate- que iba a formar parte de los actos conmemorativos del 150 aniversario de la promulgación de la Ley Hipotecaria. La misiva hablaba de una sesión pública muy semejante, en su diseño y duración, a lo que los diputados y nuestros gabinetes de prensa conocemos como desayuno informativo.


No voy a ocultarles que aquel escrito provocó en mí una cierta sorpresa, porque no acababa de imaginarme al Colegio de Registradores sumido en semejantes menesteres. Pero como eran los tiempos en los que mi Grupo Parlamentario se esbozaba en todos los medios de comunicación como posible socio presupuestario del Gobierno, pensé -se lo confieso- que aquella invitación no sería más que una estrella fugaz, fruto de las efusiones del momento. La notoriedad pública le pone a uno de moda y cuando uno está de moda, le guste o no le guste, es intensamente requerido para participar en actos, festejos y celebraciones de toda laya. Supuse que, tan pronto como concluyera el trámite presupuestario, nuestro protagonismo político menguaría y, en consecuencia, el interés por contar con mi presencia en este foro acabaría disipándose bajo los dictados de la cambiante actualidad. Erré. Me equivoqué en la mitad y otro tanto. Debí presumir que la madera de la que están hechos los registradores para dedicarse a lo que se dedican -“inscribir y anotar los actos y contratos relativos al dominio y los demás derechos reales sobre bienes inmuebles”, según prescribe el artículo 1º de la vigente Ley Hipotecaria- no es apta para usos efímeros o temporales, sino más bien, para propósitos duraderos y permanentes. La tenacidad con la que han insistido los organizadores del acto para que hoy me encontrase aquí, compartiendo este acto con ustedes, da fe de lo que digo. Ha pasado el tiempo y, como cabía esperar, nuestra relevancia pública ha declinado. Pero ni han olvidado que un día me invitaron, ni han cejado en el empeño de contar con mi presencia hoy y aquí. “Efectivamente –pensé cuando respondí definitivamente que sí- la labor registral constituye la antítesis de la volatilidad”.

En la invitación se me autorizaba a elegir tema para la disertación. Pero a renglón seguido se me hacía una sugerencia. Se me recomendaba combinar “cuestiones de actualidad” vinculadas a mi quehacer como diputado en el Congreso, con “referencias a la importancia para una sociedad de los principios y valores que defienden los registradores: seguridad jurídica, transparencia, derechos de propiedad, economía de mercado, etc”. Me esmeraré en darles satisfacción

No es un cometido fácil -ya lo anticipo- hallar puntos de encuentro entre el quehacer cotidiano al que nos encontramos abocados los diputados en estos tiempos confusos, acelerados y convulsos, con el horizonte de certezas y seguridades hacia el que apunta la misión de los registradores. Miremos, sin ir más lejos, a la propia Ley cuyo aniversario conmemora el Colegio de Registradores. Basta leer su exposición de motivos para conocer el largo proceso de estudio, análisis y consultas que culminó en su definitiva aprobación. Desde agosto de 1855, en que se planteó por el Gobierno la necesidad de reformar el sistema hipotecario, hasta la aprobación final del texto por parte del Parlamento, en 1861, transcurrió todo un sexenio en el que la Comisión de Codificación desarrolló un trabajo tan intenso como riguroso. Esto, en los tiempos que corren, resulta sencillamente inimaginable. Si algo falta en la motorizada legislación de los últimos es, precisamente, sosiego, reflexión, maduración y contraste. Las urgencias apremian al Gobierno y este, acuciado por la coyuntura y el temor a caer en el abismo, ejerce una presión tan irresistible sobre las cámaras que les fuerza a tramitar las iniciativas a uña de caballo, sin dejar margen para un cruce de argumentos que merezca, de verdad, el calificativo de debate. En el mejor de los casos, las leyes se tramitan por el procedimiento de urgencia y la confrontación entre los Grupos Parlamentarios queda tan constreñido que, en el mayoría de los casos se limita a un intercambio fugaz de frases sonoras, que no han sido concebidas para argumentar con racionalidad y solidez, sino para nutrir los titulares de los medios de comunicación. Esto, insisto, en el mejor de los casos porque, en el peor, el Gobierno recurre a la fórmula del Real Decreto-Ley, prevista, como se sabe, para supuestos “de extraordinaria y urgente necesidad”, con lo que el papel del Congreso queda reducido al ínfimo cometido de decir sí o no a la necesaria convalidación. Bueno, también cabe la abstención, que resulta, dicho sea de paso, particularmente reconfortante y cómoda cuando uno tiene que pronunciarse sobre algo sin contar con el tiempo necesario para reflexionar sobre sus bondades y maldades, pero la posibilidad de abstenerse no resuelve, como supondrán, el problema que deseo plantear.

En la presente legislatura, estamos batiendo marcas en el recurso al RD-L como técnica legiferante. Nunca antes, durante el período democrático, se había hecho uso, con tanta frecuencia de este singular instrumento normativo. El balance es, ciertamente, llamativo: en 2008 se aprobaron 10. En 2009, 14. En 2010 repetimos cifra: 14. Y en 2011, este año, aunque el período de sesiones no ha hecho más que comenzar, ya registramos 3 Reales Decretos-Leyes. La legislatura registra ya un total de 41, y no creo arriesgar mucho si auguro que para cuando concluya el año, alcanzaremos la cincuentena.

La apuesta por la celeridad es tan patente y desaforada, que se ha optado por rehuir todo contraste en el proceso de elaboración de las leyes. Los informes y consultas, tan útiles para garantizar el acierto de las leyes, se tienen por trámites engorrosos que se procuran eludir siempre que resulte posible. Una buena prueba de lo que digo es el recurso creciente a la enmienda parlamentaria como vía para incorporar a los proyectos de ley los aspectos verdaderamente polémicos. Si esos contenidos estuviesen recogidos en el proyecto inicial, el Gobierno tendría que recabar, en la fase previa, el informe del Consejo de Estado y de los demás órganos consultivos cuyo dictamen resulte preceptivo en cada caso. Pero si se les hace aflorar vía enmienda -bien sea en el Congreso o, mejor aún, en el Senado, cuando la tramitación está a punto de concluir- resulta posible alcanzar el mismo objetivo sin necesidad de perder tiempo y esfuerzo sometiéndolos a contraste y debate.

Como se ve, la diferencia con el modus operandi que hace 150 años presidió la elaboración de la Ley Hipotecaria de 1861, es evidente. Pero la disparidad no se produce tan sólo en el método legislativo. También se hace perceptible en el resultado. En abierto contraste con lo que ocurría en pretérito, las leyes actuales nacen con una limitadísima vocación de permanencia en el tiempo. Hoy, ningún legislador piensa, de verdad, que las normas que aprueba permanecerán vigentes más allá de una generación. Antes al contrario, da por supuesto que tendrán una vida más bien breve. Y la conciencia de que el producto de su trabajo permanecerá vigente durante poco -e incluso muy poco- tiempo, facilita, si no estimula, la ligereza del legislador. Se legisla irreflexivamente porque se legisla desde la convicción de que las leyes que se aprueban serán modificadas nuevamente, con la misma prisa y ligereza, dentro de un estrecho horizonte temporal. Valga como ejemplo un botón. El pasado martes, día 15 de febrero, los diputados dimos el plácet definitivo a un proyecto de Ley, el de Economía Sostenible, que modificaba algunos preceptos del Real Decreto-Ley 13/2010, de 3 de diciembre y otros del Real Decreto-Ley 14/2010, de 23 de diciembre. Es decir, modificaba normas que, en el primer caso, llevaban en vigor dos meses y medio y, en el segundo, algo menos de dos meses.

Pero es que, a su vez, sobre la nueva Ley pende como una espada de Damocles el peligro de ser nuevamente reformada, y en plazo francamente breve, en alguno de sus puntos más controvertidos, como es aquel en el que se determina la aplicación del Contrato de Agencia a los contratos de distribución de vehículos automóviles e industriales. Ese precepto se incorporó al texto en el trámite del Senado, merced a una enmienda del Grupo Parlamentario vasco que apoyaron, entre otros, el PP y CiU. La enmienda fue ratificada por el Congreso, el pasado martes. Pero dos días después el presidente de la Asociación Nacional de Fabricantes de Automóviles y Camiones, ANFAC, convocaba a los medios de comunicación para expresar su irritación por la traición de la que habían sido objeto por parte del PP y CiU y amenazar a sus máximos dirigentes con la posibilidad de reconsiderar algunas inversiones.

No creo que me equivoque mucho si expreso la sospecha de que nos encontramos ante la crónica de una nueva reforma anunciada. Unas más que, sumada a las anteriores, contribuirá a hacer más movedizo aún el ya sobradamente inestable suelo jurídico que pisamos.

Pero este episodio nos pone en relación con otro fenómeno tan importante como grave, que condiciona crecientemente la labor de las cámaras legislativas y de quienes trabajamos en ellas. Me refiero a la irresistible presión que ejercen sobre los diputados y los partidos a los que pertenecen, lobbies, despachos de influencias y otros grupos organizados, que gozan de un extraordinario poder para la defensa de intereses colectivos o corporativistas. Acabo de hacer referencia a un caso. Pero voy a citar otro bien reciente, también. ¿Quién no recuerda el bloqueo que provocó en el sistema informático del Congreso el ataque que desplegaron los cibernautas con ocasión del debate de la Ley Sinde? Este tipo de prácticas, que trascienden la mera y simple exposición, pacífica y argumentada de las posiciones de una parte, para penetrar de lleno en el terreno de la amenaza y hasta de la agresión, se están convirtiendo en moneda uso corriente en estos tiempos de ajuste y recortes. No creo, francamente, que los que trabajaron en la redacción de la Ley Hipotecaria de 1861 lo hicieran bajo semejantes condiciones. Los tiempos cambian y, con ellos, cambian, también, las condiciones del trabajo parlamentario. No siempre para bien, como acabo de hacer notar, porque está por demostrar que el trabajo bajo presión arroje mejores resultados que el que se desarrolla en condiciones de libertad y leal colaboración.

Pero la mención de la Ley Sinde me lleva a otra reflexión, que será -lo prometo- la última de mi disertación inicial. Los registradores de la propiedad trabajan sobre el derecho de propiedad y los demás derechos reales sobre bienes inmuebles. La Ley Sinde versa, también, sobre el derecho de propiedad, aunque lo haga sobre una de esas propiedades que los manuales de Derecho Civil califican de especiales: la propiedad intelectual, que escapa, hasta donde yo sé, del ámbito de actuación de los registradores.

Muy resumidamente, la Ley pretendía conciliar la defensa de los derechos de autor con el cambio de circunstancias generado por las tecnologías de la información; un objetivo tan loable como necesario. Pero a mi juicio, adolecía de un defecto de origen. Su remisión al Congreso, a finales del 2009, supuso la inmediata disolución de una subcomisión que semanas antes habíamos acordado crear en la cámara, con el propósito de estudiar el problema, con audiencia de todas las partes interesadas -creadores, aristas e internautas- y buscar, conjuntamente, una solución normativa lo más consensuada posible. Una vez más, las urgencias del momento guillotinaban de raíz la reflexión y el contraste, imponiendo soluciones apresuradas y parciales. Las filtraciones de Wikileaks nos revelaron meses después que el Gobierno actuaba en este punto bajo la presión de los EEUU cuya industria cinematográfica vigila con estupefacción la impunidad con la que se practican las descargas en España.

Finalmente, el Gobierno ha conseguido alcanzar un acuerdo con el PP y CiU en torno a esta Ley. Pero las aguas siguen agitadas entre los cibernautas, porque se sienten preteridos y desatendidos. Personalmente tengo la impresión de que ese capítulo ha quedado mal cerrado y que, antes o después, nos veremos forzados a reabrirlo. Eso sí, he de reconocer que nunca antes me había encontrado con tanta gente dispuesta a desconocer soberanamente los derechos de propiedad intelectual de creadores y artistas. Y no digo “desconocer” y no “vulnerar”, porque lo más grave del asunto es que la mayoría de los que se dedican a estas prácticas no tienen conciencia de estar vulnerando derecho alguno cuando reproducen ilegalmente un libro, un disco o una película.

Soy consciente de las diferencias que todavía existen entre el okupa de un inmueble que, aunque se encuentre deshabitado, está inscrito en el registro de la propiedad a nombre de su dueño, y el joven internauta que se sirve de Emule para descargar el último disco de Bruce Springsteen, pero no puedo dejar de hacer notar, hoy y aquí, que la legislación acelerada e irreflexible ya ha empezado a invadir el terreno del derecho de propiedad

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