La 17º sesión de la Comisión de Desarrollo Sostenible de la ONU ha vuelto a poner de manifiesto los retos pendientes de muchos países desarrollados para con la ciudadanía planetaria. Los datos y el propio debate sobre la crisis económica, la sostenibilidad o la imprescindible protección de la diversidad biológica vuelven a demostrarnos la magnitud y la gravedad de las consecuencias derivadas de nuestro modelo de desarrollo con respecto a la situación mundial del medio ambiente y los recursos naturales.
Una vez más, el fenómeno de los gases de efecto invernadero o la propia protección de la biodiversidad marina o continental nos demuestran que poco o nada han de importarnos las barreras fronterizas que rodean las interacciones del medio ambiente, pues éste desborda nuestros límites territoriales de forma estremecedora y nos recuerda la ineficacia de nuestras variadas fórmulas de prevención sobre daños en la atmósfera, en el suelo, en las aguas o en los mares. La cuestión se agrava en estos medios, donde nuestro margen de actuación en lucha con los elementos deja bien clara la desigual pelea que el hombre se ha empeñado en emprender contra la naturaleza durante siglos.
Sin embargo, la cuestión no es ni mucho menos nueva, sin que hasta la fecha existan visos reales de solución o cambio a un problema que la actual crisis económica tampoco va a ayudar a solucionar. Más bien al contrario, continuaremos sufriendo las consecuencias de este tipo de emisiones, de un modelo de consumo o de la explotación masiva del suelo, antes de que la biosfera logre asimilar y auto-depurar, a largo plazo, los impactos económicos, sociales y ambientales que mueven a nuestro mundo en Occidente y al que, lógicamente, quieren sumarse los países en desarrollo, tal y como vienen defendiendo ante la propia ONU.
Unos y otros se amparan en las necesidades económicas de sus respectivos Estados para justificar el incumplimiento de sus compromisos internacionales, olvidando al tiempo que tales necesidades vienen produciendo, cuando menos, el 45% sobre el total de emisiones de gases con efecto invernadero. Con ello surge, igualmente, la gran batalla política para dirimir los niveles de cumplimiento de la legalidad internacional, sobre lo cual hay quienes pretenden quedar exonerados o amparados subsidiariamente en los generosos límites de su soberanía territorial, para huir de principios que limiten, maticen o supongan injerencia alguna en su política energética. Incluso, como es público y notorio, tanto a nivel doméstico como internacional, se ha formalizado hace tiempo un auténtico régimen jurídico y bursátil de comercio global con los derechos de emisión de gases a la atmósfera. Este mercado es arbitrado entre los Estados y las empresas que han agotado tales cupos y aquellas o aquellos que tienen margen de compra y actuación sobre tales emisiones.
Los países en vías de desarrollo ya conocen de sobra sobre el particular y llevan años soportando el impacto que supone el efecto de estos gases en su biodiversidad, en sus actividades primarias y en sus economías en zonas absolutamente dependientes de los sectores básicos, especialmente de la agricultura y la pesca. Su suerte lleva años ligada al impacto provocado por un modelo económico que ha vuelto a quebrar, hipotecando las vidas y el futuro de importantes comunidades humanas. Hombres y mujeres que hoy, por cierto, son expulsados de nuestras fronteras por leyes restrictivas de los más elementales Derechos Humanos que las Constituciones dicen reconocer. Frente a ello, subsisten a nuestro alrededor las políticas económicas coyunturales, de mero impulso al consumo como condiciones habituales de nuestra reacción ante la crisis económica y financiera.
La visión global de los problemas que nos aguardan hoy solamente puede intuirse en la distancia y minimizarse con políticas locales comprometidas y tecnológicamente contrastadas. Un reto compartido que demanda acciones locales, junto con apuestas globales basadas en los derechos fundamentales, la solidaridad, la sostenibilidad real y la inversión en tecnología, innovación e investigación para hacer frente al futuro sin renunciar al propio presente que a todos nos acucia. No convertirnos en sordos, ciegos y mudos es un deber y casi un imperativo moral que la vieja Europa ha de liderar con los pueblos del mundo.
Por todo ello, tanto la ONU como la propia UE debieran reconducirse decididamente hacia el logro de la justicia, la paz y la sostenibilidad en el sistema internacional. Es imprescindible que ambas instituciones se sobrepongan a sus debilidades y dejen de ser instrumentos políticos pasivos sometidos, casi siempre, a la lógica de la globalización económica y a los viejos principios políticos nacidos, tras la segunda guerra mundial, en 1945. Con ello, han de contribuir a que el Derecho y, con él, la Justicia, se globalicen junto con los derechos fundamentales. Pese a todo ello, para proteger el medio ambiente y las relaciones entre los recursos que lo integran no basta con el Derecho. Como anticipara el escritor y político alemán Ludwig Börne en 1829, "si la naturaleza tuviese tantas leyes como un Estado, ni siquiera Dios podría regirla". Nos sigue faltando un plus, una receta de compromiso de lo local a lo global para atajar los problemas desde su raíz y medir los resultados en este mundo globalizado que en la ONU sólo consiguen analizar sin poder aplicar medidas ejecutivas.
La globalización, de hecho, debiera dejar de beneficiar exclusivamente a aquellos que tienen. Aquellos que no tienen deben comenzar siquiera a tomar parte en este complicado proceso. La globalización no puede seguir siendo un proceso puramente mecánico. Debe tomar en consideración las relaciones humanas, así como el mismo fin o el significado de la vida por diferente que éste sea en cada una de nuestras culturas y civilizaciones. De lo contrario, Occidente puede acabar con su propio modelo, mientras buena parte del resto del mundo lanza sus últimos lamentos pidiendo auxilio frente a nuestras puertas.