La declaración institucional con la que el presidente del Gobierno comunicó a la opinión pública su decisión de entablar con ETA los contactos conducentes al fin dialogado del terrorismo, no constituye una excentricidad incomprensible de un extravagante insensato. Muy al contrario, entronca claramente con una tradición muy sólida que, durante las dos últimas décadas, ha contado entre nosotros con amplísimos avales democráticos. Enraíza nada menos que con el Pacto de Ajuria Enea y sus concomitantes de Pamplona y Madrid, que fueron suscritos por todas las fuerzas políticas del arco parlamentario, con la excepción de Herri Batasuna. Se quiera reconocer o no, prácticamente todas las piezas que componen la declaración, se encuentran, explícitas o latentes, en estos pactos. Veámoslo.
El recurso al diálogo como método para poner fin al terrorismo, no sólo es algo que se ha ensayado con éxito en el ámbito comparado. Es, también, algo que, durante años, ha formado parte del acervo estratégico compartido por las fuerzas democráticas vascas para acabar con ETA. Y no es, precisamente, una opción caprichosa. Desde el punto de vista de la eficacia, el fin dialogado de la violencia terrorista resulta preferible al de su derrota policial. A nadie se le oculta que las renuncias basadas en la persuasión son, siempre, más firmes y duraderas que las impuestas desde el exterior y contra la propia voluntad. Pero si, además, el designio antiterrorista se esboza desde la perspectiva de sustituir el escenario violento por un modelo de convivencia abierto, integrador y respetuoso con la pluralidad y los derechos fundamentales, a la razón de la eficacia se suma la razón democrática. Eficacia y democracia son, pues, las dos razones últimas que avalan la pertinencia de las estrategias orientadas a liquidar los fenómenos terroristas en torno a una mesa.
Desde esta consideración suscribimos, en su día, el Pacto de Ajuria Enea, cuyo punto 10 declaraba, literalmente, que “si se producen las condiciones adecuadas para un fin dialogado de la violencia, fundamentadas en una clara voluntad de poner fin a la misma y en actitudes inequívocas que puedan conducir a esa convicción, apoyamos procesos de diálogo entre los poderes competentes del Estado y quienes decidan abandonar la violencia”. Y desde esta misma consideración, contribuimos, también, hace un año, a diseñar la hoja de ruta fijada en la resolución del Congreso de los Diputados de 17 de mayo de 2005, que reproduce literalmente la frase transcrita.
La declaración del presidente se produce “al amparo” de esta última resolución. Se sitúa, pues, en la más pura ortodoxia de Ajuria Enea. O, dicho en otros términos, en la más clásica estrategia compartida por las fuerzas democráticas vascas para la lucha contra ETA. Creo que esto es incontestable. Al presidente podrá reprochársele el hecho de haber pasado, en dos años, de apoyar incondicionalmente la lógica de la derrota policial que Aznar impuso en el último periodo de su mandato −no en el primero− a la lógica del fin dialogado. Podrá reprochársele, también que, cuando se jactaba, en la oposición, de ser el único responsable político que jamás había hablado con Xabier Arzalluz, ya tenía establecido un intenso canal de comunicación con la cúpula de Batasuna. Podrá reprochársele igualmente la caprichosa política de comunicación que ha llevado a cabo los últimos meses en relación con un asunto que requería prudencia, lealtad y discreción. Podrá reprochársele todo esto y mucho más. Pero no puede acusársele de extraer de la chistera un conejo exótico y desconocido por estos lares. Porque el conejo del fin dialogado ha sido muy conocido y apreciado entre nosotros. Y hoy, todavía, sigue siéndolo. La intensa campaña de desprestigio que ha padecido en los últimos años, sólo ha conseguido mancillar su imagen en las mentes amnésicas dispuestas a olvidar que, en la reunión de Zurich, Javier Zarzalejos se presentó en nombre de Aznar, diciendo: “Hemos hecho un esfuerzo de entendimiento […] no venimos a la derrota de ETA”.
Pero la declaración del presidente incluye también una reflexión sobre “el futuro de Euskadi”. Plantea, en concreto, la necesidad de alcanzar “un gran acuerdo de convivencia política”. Hay quien se ha apresurado a señalar que se trata de un tributo a las pretensiones formuladas por Batasuna en la declaración de Anoeta. Nada más falso. Nuevamente, hemos de remontarnos a Ajuria Enea para encontrar las raíces de ese planteamiento. Cuando aquel pacto hacía votos por la búsqueda de un fin dialogado para la violencia en Euskadi, ponía en valor, de inmediato, “el principio irrenunciable de que las decisiones políticas deben resolverse únicamente a través de los representantes legítimos de la voluntad popular”. En esta frase se encuentra ya, latente, la imagen de las dos mesas; esa imagen que, ahora, años después, unos reivindican como aportación original propia y otros rechazan con aire escandalizado.
La idea que subyacía a esta cláusula era clara y terminante. El foro llamado a reunir a los “poderes competentes del Estado” con “quienes decidan abandonar la violencia”, tiene un único objeto: Liquidar la violencia de ETA a través de un método dialogado. Nada más. Esa es su única misión. La organización futura de la convivencia entre los vascos queda radicalmente excluida de su ámbito de actuación porque, en un sistema democrático, la ordenación de la vida en común sólo puede correr a cargo de la representación política del pueblo soberano.
La decisión de disociar formalmente los diálogos ordenados al fin de la violencia y los destinados diseñar el futuro status político del País Vasco, encierra una profunda significación democrática. Descansa sobre el principio de que la reconstitución de la comunidad política vasca ni es ni puede parecer una conquista de ETA. Esto deberían tenerlo muy claro todos los que, desde ambos extremos del abanico político, se empeñan en incluir los dos ámbitos de dialogo en el mismo paquete. La normalización política vasca no será consecuencia de la violencia terrorista, sino de su cese. Si hoy empieza a ser posible abordar en toda su complejidad el profundo contencioso vasco, no es porque lo haya conseguido la presión terrorista, sino porque han cesado las expresiones de violencia que impedían hacerlo con plena libertad. No hay, pues, precio político. No hay trueques ilegítimos. Sólo una impecable lección democrática: La violencia no es una llave para la política, sino un cerrojo. Sólo sin violencia puede la democracia acreditar en plenitud su inmensa capacidad de acogida. Y ahora, viene el turno de la democracia.
No sé si, hoy, alguien puede discrepar de esto que digo, pero no es de ahora. Ya lo decíamos en el Pacto de Ajuria Enea.