Para un nacionalista vasco que, por elementales razones de pragmatismo, ha de formular su proyecto político desde la inexorable realidad condicionante que, hoy por hoy, representan, todavía, para Euskadi, los estados español y francés, la forma política que adopten estos dos estados -esto es, la forma monárquica o la republicana- constituye un dato mucho menos relevante desde el punto de vista ideológico, e incluso estratégico, que el modo en el que se organicen internamente de cara a dar satisfacción a las aspiraciones mayoritarias de las diferentes naciones que los conforman.
Más allá de las preferencias personales de cada uno -que entre nosotros, los nacionalistas vascos, son de todo tipo- me parece importante tener clara esta idea porque, tanto en la historia como en la realidad comparada presente, encontramos combinaciones para todos los gustos: repúblicas rabiosamente centralizadas, como la francesa, coexisten con repúblicas como la americana, en la que los niveles de descentralización llegan hasta el extremo de que cada Estado miembro puede organizar su propio referéndum para consultar a los ciudadanos si conviene o no reconocer legalmente, aspectos tan relevantes para la estructura social de una comunidad política como el matrimonio entre personas homosexuales o la pena de muerte. Algo similar ocurre con las monarquías. Las hay asentadas sobre estructuras políticamente centralizadas -en Europa hay ejemplos conocidos, como el holandés o el sueco- y las hay, también, organizadas sobre un amplio reconocimiento de su diversidad nacional interna. La tradición austracista, por ejemplo, fue claramente confederal. Y el referéndum de Québec, se concibió en un país que, sin llegar a definirse a sí mismo como una monarquía, no ha roto aún del todo su histórica ligazón con la Corona británica. La necesidad de discernir entre la forma política de un Estado y las posibilidades que este ofrece de cara al pleno reconocimiento político de las naciones que lo integran, siempre ha estado presente en la mente y en las estrategias de los nacionalistas vascos. Cuando nuestros mayores decidieron aceptar la propuesta de incorporar a Manuel Irujo a los gobiernos de Largo Caballero y Negrín, no lo hicieron para dejar constancia de su preferencia personal por la forma republicana de organización política, sino porque a cambio de ese nombramiento consiguieron arrancar a la II República el Estatuto de 1936; una conquista que, durante años, les había sido negada cicateramente. Del mismo modo, cuando los diputados jeltzales presentaron en las cortes constituyentes 1977 su proyecto de pacto con la Corona, no pretendían expresar una adhesión entusiástica y personal a la institución monárquica, sino proponer una fórmula de articulación de Euskadi con el Estado español que contaba con un fuerte arraigo en la tradición foral y que, a su juicio, podía suponer un reconocimiento más o menos explícito de la soberanía originaria de los territorios vascos.
Quienes estamos empeñados en dotar a Euskadi de los instrumentos necesarios para participar y actuar en una Europa crecientemente unida desde el pleno reconocimiento de su personalidad política, tenemos, sin duda, gustos y preferencias muy plurales en lo que se refiere a las formas políticas de gobierno, pero coincidimos de forma prácticamente unánime en que sólo nos sentiremos a gusto en un sistema política que reconozca a los vascos la capacidad de decidir su futuro. Ahí sí que la consulta a los ciudadanos es imprescindible. Ese es -¡no nos dejemos enredar por cuestiones secundarias!- el referéndum que realmente interesa a los vascos.