El derecho fundamental a la vida de las personas es el primero de los Derechos Humanos a partir del cual se van desarrollando todos los restantes. En un mundo lleno de conflictos la ligazón o el vínculo existente entre el derecho a la vida de todas las personas y el denominado recientemente derecho a la paz es un factor que merece la pena subrayar. La globalización económica ha asegurado la libre circulación de capitales en buena parte del mundo sin terminar de globalizar los derechos de las personas. Y con ello, el mundo sigue asistiendo a distintas situaciones de violencia endémica y parálisis política. Entre los avances más recientes, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU viene desarrollando una propuesta de codificación del denominado «derecho de todos los pueblos a la paz» como un derecho fundamental inherente a nuestra dignidad como seres humanos. Resulta llamativo que buena parte de Occidente, incluida la Unión Europea (UE), se niegue a votar favorablemente la codificación del derecho de los pueblos a la paz, mientras los países en desarrollo continúan con su reclamación ante la ONU.
Mientras tanto, de acuerdo con los estudios de la ONU y su último informe sobre desarrollo humano, el 20% de la humanidad, esto es, Occidente, ostenta el 80% de la riqueza y recursos. Por el contrario, el restante 80% de la humanidad tiene que conformarse con el 20% de la riqueza y los recursos existentes. El 94% de toda la investigación y la tecnología se encuentran en manos de Occidente. Un contexto delicado sobre el que se asienta una cuota parte de nuestro bienestar a costa de hipotecar el planeta y el futuro de millones de personas que también son titulares de derechos individuales y colectivos.
Con ello, parece necesario considerar que la globalización no está exenta de problemas estructurales que debemos abordar con solidaridad colectiva. Si los mecanismos del mercado logran dirigir los destinos de los seres humanos, la economía acabará -si no lo hace ya- dictando sus normas a la sociedad y no al revés. Llegará un momento en que la democracia será irreconocible y los valores de los Derechos Fundamentales desaparecerán de nuestros mapas. Serán algo superfluo que el mercado devorará sin contemplaciones. Sin límites, la globalización económica es un gigante que parece dispuesto a imponerse a nuestros sistemas políticos. Por ello, la ONU y la UE debieran reconducirse hacia el logro de la justicia y la paz. Con ello, han de contribuir a que el Derecho y la Justicia se globalicen junto con los Derechos Humanos.
La vinculación de la paz con el derecho a la vida de las personas es indiscutible en un plano puramente teórico, pero también en la práctica. En primer término, porque la mayor amenaza para el derecho a la vida en el mundo viene representada por las situaciones bélicas y de sometimiento de pueblos y personas por la fuerza. La guerra, incluso la amenaza con una acción bélica, es incompatible con la garantía del derecho a la vida de todas las personas y pueblos. Sin embargo, el Derecho Internacional en la materia es bien diverso a la hora de hacer matices y distinciones jurídicas, acerca de aquellas intervenciones prebélicas o bélicas que, desde la perspectiva de Naciones Unidas, se desarrollan en defensa de la paz. Tanto es así, que se mantiene como legítimo el ejercicio del derecho de defensa de aquellos Estados soberanos que vean amenazada su propia soberanía. Estas cuestiones se encuentran vigentes en el Derecho Internacional e ilustran, desde mi punto de vista con preocupación, la relativa deriva en la protección del derecho a la vida de todos, frente a la capacidad de algunos para ejercer cotas de violencia sobre terceros en nombre del principio de soberanía estatal, pero soslayando la garantía de los Derechos Humanos universalmente reconocidos.
Como es sabido, tanto el Derecho Internacional como los Derechos internos reservan el monopolio del uso de la violencia a los Estados soberanos. Sin embargo, este principio del Derecho asentado en la historia no guarda sentido ni proporcionalidad con un mundo que ha superado el colonialismo y que dice haber adoptado como seña de identidad política y jurídica la protección integral de los Derechos Humanos. Entre otras razones de calado porque son los propios Estados los que deberían desarrollar sus funciones de garantía integral de los derechos de las personas y no al revés. Esto significa que son los propios Derechos Humanos los que actúan como pilar de la democracia; es el Estado el que se encuentra al servicio de las personas y sus derechos como ente instrumental de defensa del interés general. Por ello, también antes, pero más si cabe en el contexto actual, ninguna soberanía puede situarse al margen de los Derechos Humanos de todas las personas sin distinción.
De lo contrario, nuestros Derechos Fundamentales acabarían supeditados a la libre decisión del sistema internacional o de un Estado concreto, cuando así lo justifique una decisión motivada por un gobierno, pero carente de control real sobre la garantía de los Derechos Humanos. Por triste que pueda parecer, el mundo vive libre y encadenado como sugería Rousseau hace varios siglos en su pionero “Contrato social”.