Que el día 11 de noviembre, la presidenta del PP catalán anunciara que la “fiscalía superior de Calalunya” tenía ultimada una querella contra Artur Mas con “bases muy sólidas” y que “se puede hablar de tres tipos de delitos”, es, cuando menos, una intolerable intromisión del ámbito político en el campo judicial.
Que representantes del ministerio público en Catalunya, un día después – el 12- denunciaran graves presiones del Gobierno español para acelerar una demanda contra el presidente catalán, era, igualmente, un indicio preocupante de la vulneración del principio de separación de poderes, propio de todo sistema democrático.
Que, Carlos Floriano acusara a los fiscales catalanes de “estar contaminados por el ambiente nacionalista” tras conocerse su negativa a presentar demanda alguna por no encontrar fundamento jurídico, era una nueva bofetada del PP a la independencia jurisdiccional.
El President Artur Mas y el Fiscal General del Estado, Torres Dulce
Cuando Torres Dulce, Fiscal General del Estado, nombrado directamente por el Consejo de Ministros, huérfano del apoyo de sus subordinados catalanes, buscó el amparo en el órgano consultivo denominado Junta de Fiscales de Sala para legitimar su decisión de denunciar al presidente de Catalunya, - como le pedía el Gobierno español y el PP- , arrastró por los suelos su “independencia” y se convirtió en el brazo ejecutor del poder político gobernante.
Y, cuando Soraya Sáenz de Santamaría, advirtiera a los fiscales catalanes –17 de noviembre- que debían obediencia jerárquica a los mandatos del Fiscal General del Estado, dejaba dicho que la única razón jurídica para denunciar a Artur Mas se argumentaba en el “ordeno y mando” del “Gobierno de la Nación”.
Presiones, interferencias, imposiciones. Esas son las razones sobre las que se va a sustentar una demanda política contra la Generalitat de Catalunya y su presidente, tras la movilización popular del pasado día 9 de noviembre. Si las razones son tan claras y evidentes como se dice respecto a la comisión de varios presuntos delitos, ¿por qué se ha tardado tanto tiempo -dos semanas después del “simulacro de consulta”- para formalizar la denuncia?. ¿Por qué tanto tiempo de espera si ya el día 11, Alicia Sánchez Camacho, en un alarde de estupidez, anunciaba que la querella estaba ultimada?.
La pregunta que a continuación se suscita es todavía más inquietante. ¿Qué ocurriría si el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya no admite a trámite, por falta de indicios probatorios, la querella que vaya a presentarse?. ¿Y si la archiva?. ¿Quedaría Torres Dulce desacreditado? ¿Y el Gobierno español?.
Conducir un problema político a la vía de la justicia penal es añadir gasolina al fuego. Ahondar en la fractura. Al punto de no retorno. Más déficit democrático en un sistema donde la convivencia se torna ya en insoportable y donde el Gobierno español y sus brazos ejecutores se han convertido en una máquina eficaz de crear independentistas en Catalunya.
Pero si la baja calidad democrática de las decisiones adoptadas fuera insuficiente, ha aparecido en escena el garante constitucional de la “unidad patria”. Sí, las Fuerzas Armadas. España, junto a Turquía, comparte el extraño orgullo de reservar en sus textos constitucionales la unidad de sus territorios a los militares.
Por norma general, los términos “democracia” y “militar” no suelen compadecerse en la mayoría de los casos. La democracia es más de hablar, de dialogar, de convivir. Y lo militar tiene más que ver con la fuerza, las armas, el tutelaje. No diré que sean conceptos oxímoron pero se acercan al contrasentido.
Pues bien, en medio de de la convulsión catalana, de la voluntad de su ciudadanía por expresarse y al choque de legitimidades entre la legalidad y la democracia, ha aparecido en escena el Jefe del Ejército de Tierra, el General Jaime Domínguez Buj. Para que nadie pueda acusarme de manipular sus palabras, reproduciré lo publicado en un medio tan poco sospechoso como “libertad digital”.
“El Jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra (JEME), general Jaime Domínguez Buj, ha participado este miércoles en Madrid en un desayuno informativo organizado por el Instituto de Cuestiones Internacionales y Política Exterior. Allí ha sido preguntado por diversas cuestiones de la actualidad informativa, entre las que ha destacado la actual relación de Cataluña con la Administración central.
Según habría dicho, "cuando la metrópoli se hace débil" es cuando "se produce la caída" y que "procesos" de este tipo se producen "cuando el poder central es débil", como ocurrió cuando España perdió sus últimas colonias en 1898. No obstante, habría dejado claro que no cree que el problema se resuelva con "el empleo de la fuerza", según ha recogido en un teletipo la agencia de noticias Europa Press.
En esta línea, habría recordado que las Fuerzas Armadas "no son garantes de nada", sino que son la "herramienta que tiene el Gobierno para hacer cumplir la ley y la Constitución" y que por eso están "a las órdenes" de lo que mande el Ejecutivo, lo que les obliga a "estar preparados para intervenir en la forma en que el Gobierno decida", ya sea tanto "en el interior" como "en el exterior".”
Hasta aquí la cita. Ni que decir tiene que acto seguido a publicarse estas declaraciones, el gabinete del General – éste sí tiene quien le escriba- emitió una nota de prensa explicando y aclarando sus polémicas palabras. Matices a un lado, Jaime Domínguez Buj tiene razón en una cosa; la debilidad del gobierno. Un gobierno fuerte y sólido no habría dudado un segundo en cesar al General por su insólito protagonismo. Pero, ya se sabe, Rajoy y su gabinete sólo sabe actuar con firmeza contra Artur Mas y la mayoría política representada en Catalunya.
Toda esta sonata de despropósitos pone de manifiesto que España vive en una anomalía democrática. En un déficit permanente de garantías que le convierte en un Estado cuya homologación con las democracias occidentales es, todavía, una asignatura pendiente.
Eso que eufemísticamente se denomina “los mercados”, ha vuelto a poner bajo su lupa al reino de España. Y no precisamente por razones económicas sino políticas. El desapego de la ciudadanía a las instituciones y a los partidos políticos, la fuerza con la que han emergido nuevas organizaciones aglutinadoras de los “indignados” y el caso catalán, con su proyección social independentista, acaparan cada vez más espacio en los bancos de inversión internacionales. Los analistas de Bank of America-Merrill Lynch y JP Morgan, con gran influencia en círculos financieros, advierten de las terribles consecuencias de la fractura catalana o de la potencialidad futura del partido de Pablo Iglesias. Si bien el impacto de ambas amenazas no ha llegado a afectar al Tesoro español financiándose en mínimos históricos gracias al apoyo del BCE, las previsiones de los analistas internacionales advierten ya de los efectos devastadores que el afianzamiento de ambos desafíos traería. Y, entre sus recetas para evitar el desastre español apuntan una medida que nadie descarta, la futura gran coalición entre el PP y el PSOE. Y, tras ella, una reforma Constitucional que modernice la democracia en el Estado.
David Cameron, que ya el año pasado, en relación a los contenciosos independentistas señaló que no deben ignorarse – “lo correcto es presentar tus argumentos, defenderlos y permitir a la gente decidir"- mostró recientemente su apoyo a la unidad de España. Pero, al mismo tiempo, dejó un “recado” en relación a la cuestión catalana al defender “que los plebiscitos sean convocados por la vía legal”.
Según círculos bien informados, Rajoy ha sido ya advertido desde ámbitos europeos de que el caso catalán comienza a preocupar en el núcleo de la Unión. Que urge darle una solución adecuada para evitar una desestabilización global. La recomendación parece no haber sido atendida. Al contrario, se ha optado por la receta tradicional del “palo y tente tieso”. Su consecuencia puede ser un ridículo sonoro. O un punto de no retorno.
El crédito de España empieza a estar en cuestión. No sólo en Catalunya –donde parece perdido mayoritariamente-, sino también en la comunidad internacional. La anomalía democrática empieza a pasar factura.