Durante los últimos años, hemos venido observando una relativización del principio de separación de poderes en España mediante distintos ejemplos y maniobras políticas. El reciente y curioso ejemplo del Presidente del Tribunal Constitucional (TC), a la sazón silencioso afiliado del PP en el momento de su designación, constituye una verdadera quiebra de tal principio y con él, del mismo Estado de Derecho. Parece evidente que el Gobierno central actual no necesita de dicho principio para legislar ni para configurar su peculiar modelo de Estado a la carta.
La cuestión jurídica no admite demasiadas dudas pese al argumento de parte del propio interesado. El artículo 159.4 de la Constitución y el artículo 19 de la Ley Orgánicadel TC concretan las incompatibilidades de los miembros del Tribunal Constitucional, y señalan igualmente lo siguiente: "(...) En lo demás, los miembros del Tribunal Constitucional tendrán las incompatibilidades propias de los miembros del poder judicial". Esto implica, a efectos de incompatibilidades, que su tratamiento constitucional es el de los miembros del poder judicial. Precisamente, la propia Constitución que el TC tiene como misión interpretar recoge en su art. 127.1 que “los jueces y magistrados (...) no podrán desempeñar otros cargos públicos ni pertenecer a partidos políticos". El art. 395 de la Ley Orgánica del Poder Judicial reitera dicha prohibición. El art. 159.5 de la Constitución señala igualmente que “los miembros del Tribunal Constitucional serán independientes e inamovibles en el ejercicio de su mandato”. En este punto, parece que el Presidente del TC sólo reconoce vigencia a la última parte del mandato imperativo. La cuestión no puede estar más clara. El TC y sus miembros no son parte del poder judicial pero, a efectos de incompatibilidades, la Constitución les da el tratamiento de los jueces y magistrados, algo que el Sr. Pérez de los Cobos no parecía estar dispuesto a asumir en el momento de su designación.
Si pretender sortear esta realidad jurídica resulta cuando menos arriesgado, peor es el salto acontecido cuando uno se percata de que el actual Presidente del TC ocultó su condición de afiliado y permanece en el vacío sin inmutarse. Más si cabe cuando consideramos que su misión fundamental es la de intérprete de esa norma cuyo tenor literal ha obviado de manera silenciosa pero consciente. Interpretación jurídica reducida, igualmente, a dos materias sensibles y básicas: los derechos fundamentales de todas las personas y los recursos mayoritariamente planteados por todos los partidos políticos en los que el Presidente del TC no milita. Ahí es nada.
Por si todo esto fuera poco, la doctrina del TC es clara en materia de imparcialidad y objetividad de sus miembros, lo cual ya ha empezado a provocar impugnaciones diversas en resoluciones ya dictadas y provocará, en su caso, futuras recusaciones. Cabe subrayar, entre otros, el Auto del TC 26/2007, de 5 de febrero de 2007. En esta resolución se subraya que debe “quedar fuera de toda consideración que (...) no se trata de juzgar si el magistrado recusado es efectivamente parcial o si él mismo se tiene por tal. Lo determinante es, exclusivamente, si una parte del proceso tiene motivo, sopesando racionalmente todas las circunstancias, para dudar de la falta de prevención y de la posición objetiva del magistrado”.
En el contexto del citado Auto, se aceptó una recusación basada en un hecho objetivo que puede provocar una quiebra de la imparcialidad necesaria en el desarrollo de las funciones del TC. El citado Auto de 2007 desarrolla la propia cuestión para concluir que “la garantía de un tribunal independiente y alejado de los intereses de las partes en litigio constituye una garantía procesal que condiciona la existencia misma de la función jurisdiccional. La imparcialidad judicial aparece así dirigida a asegurar que la pretensión sea decidida exclusivamente por un tercero ajeno a las partes y a los intereses en litigio y que se someta exclusivamente al ordenamiento jurídico como criterio de juicio. Esta sujeción estricta a la Ley supone que esa libertad de criterio en que estriba la independencia judicial no sea orientada a priori por simpatías o antipatías personales o ideológicas, por convicciones e incluso por prejuicios, o, lo que es lo mismo, por motivos ajenos a la aplicación del Derecho. Esta obligación de ser ajeno al litigo puede resumirse en dos reglas: primera, que el Juez no puede asumir procesalmente funciones de parte; segunda, que no puede realizar actos ni mantener con las partes relaciones jurídicas o conexiones de hecho que puedan poner de manifiesto o exteriorizar una previa toma de posición anímica a su favor o en contra”.
La cuestión aparece, nuevamente, con claridad en la propia doctrina del TC. Cosa diferente, pero crucial, es que el Presidente del TC deba y quiera someterse a la Constitución, a las leyes y a la jurisprudencia de la institución que preside.