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Martxoak 2
67. alea
Descargo
del Lehendakari ante la Asamblea Nacional Ordinaria del EAJ-PNV
Sabin Etxea, 14
Febrero de 1998
Como viene siendo habitual en los últimos años, he puesto a
disposición de la Asamblea un detallado descargo de la acción gubernamental,
que, en esta ocasión, no se limita al pasado ejercicio, sino que se extiende a
toda la legislatura y se centra en el cumplimiento del Programa de Coalición.
De este modo, podré dedicar esta intervención a ofreceros un enfoque más
de carácter político que de pura gestión. Por otra parte, el hecho de que sea
éste el último descargo que me corresponderá hacer como Lehendakari, después
de los trece que le han precedido, me invita además a adoptar una perspectiva más
global y a presentar, de manera retrospectiva, las claves o los referentes que
han orientado mi actuación como Lehendakari a lo largo de los catorce años que
se cumplirán de mis sucesivos mandatos cuando culmine esta legislatura.
Para hacerlo, convendrá retrotraernos a la situación en que accedí a
mi cargo en enero de 1985. No voy a hacer, como es obvio, una historia completa
de aquellos eventos, sino que quiero simplemente subrayar un único dato que me
resulta ahora relevante de entre todos los que se mezclaron en aquella profunda
crisis del Partido, que llegó a proyectarse sobre todo el País en términos de
crisis general de gobernabilidad.
En aquella crisis generalizada, todos los elementos que la configuraban
tenían, a mi entender, un denominador común y éste consistía en la ruptura
de los puentes de comunicación entre todas las instancias que, de una u
otra forma, se vieron implicadas en la crisis.
Así, se habían roto los puentes de comunicación y diálogo, dentro
del Partido, entre dos instituciones que estaban y están obligadas a
entenderse, cuales son la dirección máxima del Partido, representada por el
EBB y la Asamblea nacional, y la dirección máxima de la institución
gubernamental, representada por la Lehendakaritza.
Rotos estaban también los puentes de comunicación entre
las instituciones públicas del País, con un Gobierno y unas Diputaciones
enfrentados en torno al reparto más conveniente del poder político y, en
definitiva, al modelo mismo de País.
Estaban asimismo cegados los cauces de diálogo y entendimiento en
sede parlamentaria, con un Gobierno incapaz de concitar más apoyos que los
que le ofrecía su propio grupo parlamentario e incapaz también de desbloquear
aquel empate paralizante a 32 escaños entre el grupo gubernamental y los
restantes grupos de la oposición democrática.
Y bloqueadas estaban también, finalmente, las relaciones entre
nuestro Gobierno y la Administración central, la cual, tras los
acontecimientos del 23-F, los pactos autonómicos de los dos grandes Partidos
estatales y el acceso del PSOE al Ejecutivo, se había replanteado toda su política
en relación con el desarrollo del Estatuto de Gernika.
Fuera del ámbito estrictamente político e institucional, la situación
era también enormemente crispada. Atravesábamos una profunda crisis económica,
en la que los procesos de reconversión estaban a la orden del día. Para
hacerle frente no contábamos con el instrumento más elemental de un diálogo
fluido entre los agentes económicos y sociales, que protagonizaban por entonces
sonados enfrentamientos en las empresas y en las calles.
La propia sociedad se hacía eco de esta situación de incomunicación
entre sus diversos agentes y representantes hasta el punto que no acababa de
disiparse el fantasma de las dos comunidades enfrentadas.
No traigo todo esto a colación con la intención de recordar y repartir
responsabilidades. Lo hago con el solo propósito de subrayar la prioridad
absoluta a la que yo tuve que enfrentarme cuando acepté el cargo de esta
Asamblea. Esa prioridad se llamaba reconstrucción de puentes de entendimiento
mediante el diálogo y el pacto.
Quizá convenga refrescar algunos hechos de aquella época. Recordaréis
que lo primero que hube de hacer, antes incluso de ser elegido formalmente
Lehendakari, fue asegurarme un sólido respaldo en el Parlamento a través del
Pacto Parlamentario con los socialistas. Pero lo que se avanzaba mediante el
acuerdo con terceros se desandaba a causa de la desintegración interna del
partido.
Así, alcanzado el Pacto Parlamentario con los socialistas, cuando llegó
el día de mi investidura, no recibí el respaldo de la totalidad de mi propio
grupo y ni siquiera su portavoz me ofreció un apoyo inequívoco. El Partido
estaba roto antes de que se consumara oficialmente su ruptura. Las mayores críticas
que yo recibí, tanto políticas como personales, provinieron de las filas de mi
propio Partido y hasta de miembros de esta misma Asamblea Nacional de entonces.
Roto, pues, el Partido, me vi obligado a buscar la fortaleza en el seno
del Gobierno. Y debo reconocer que aquellos Consejeros, buena parte de los
cuales no eran siquiera afiliados, dieron muestras de una lealtad, de una cohesión
interna y de una capacidad de resistencia que
ni yo ni el Partido agradeceremos nunca de manera suficiente.
La situación era, sin embargo, insostenible y, a pesar de las
reticencias del propio Partido, me vi obligado a convocar elecciones para
noviembre de 1986. Los resultados no fueron buenos. Pero nos valieron, por lo
menos, para saber a ciencia cierta con qué peso parlamentario real contábamos.
El Partido, aunque extremadamente debilitado, estaba de nuevo unido.
Y, de hecho, aquella primera Coalición de Gobierno con el Partido
Socialista, a pesar de las dudas y de las incertidumbres iniciales, marcó el
inicio de nuestra recuperación y de nuestra consolidación. La legislatura
comenzó con 17 escaños. En las siguientes elecciones obtuvimos 22. La apuesta
se demostró acertada.
Pero aquel duro y difícil proceso de diálogo y pacto supuso para
nosotros, en las elecciones de 1990, algo más que éxito electoral. Fue también
un proceso de aprendizaje, que, al menos en lo que a mí respecta, marcó el
talante con el que he debido gobernar en los años siguientes. Porque, si el diálogo
y el pacto se nos impusieron en un principio como una necesidad, yo pronto me di
cuenta de que respondían a algo más que a una situación coyuntural del País
y de sus instituciones.
Era la propia estructura plural del País, su propia división interna entre
sensibilidades muy encontradas, lo que hacía del diálogo y del pacto
instrumentos necesarios y permanentes para asegurar la gobernabilidad de las
instituciones y la propia cohesión de la sociedad.
En mi experiencia personal y política, el paso que las circunstancias
nos obligaron a dar entonces me ha adentrado por un camino que no ha hecho sino
avanzar hasta hacerse irreversible. A lo largo de estos años de mandato como
Lehendakari, el respeto del pluralismo político, cultural y territorial de
nuestro País ha sido un referente imprescindible que ha marcado, no sólo mi
modo de gobernar, sino también los parámetros en que me ha sido posible
repensar nuestro proyecto nacionalista y su realización.
De ese respeto ha nacido, por ejemplo, mi discurso político centrado en
la necesidad de construir la nación hacia adentro, en la casi obsesión por la
cohesión de nuestra sociedad, en la búsqueda de puntos de encuentro entre las
dos grandes sensibilidades del País, en la democracia como fundamento y límite,
a la vez, de nuestro proyecto nacionalista. El respeto de la pluralidad no me ha
llevado en absoluto a dejar de ser nacionalista, pero sí a entender de otro
modo el nacionalismo en las actuales coordenadas de nuestra sociedad.
Desde estos planteamientos y en estas coordenadas ha de interpretarse
también otra de las claves que ha orientado mi acción gubernamental: mi
respeto escrupuloso del Estatuto y mi obsesión por su pleno desarrollo. No
se trata de un “estatutismo” como proyecto político último de mi
nacionalismo. Se trata del convencimiento de que nuestro proyecto nacionalista
no puede ni debe, hoy por hoy, desarrollarse en la realidad al margen del
Estatuto.
Nuestro nacionalismo no es un nacionalismo de “proclama”, sino de
responsabilidad. Así lo han querido los ciudadanos, que han puesto sobre
nuestros hombros la responsabilidad de gobernar. Los ciudadanos, incluso
aquellos que explícitamente nos han dado sus votos, nos han encomendado la
responsabilidad de gobernar para toda la Comunidad. Y esta responsabilidad significa, hoy por
hoy, atenerse a las reglas de juego que marca el Estatuto.
Esa ha sido otra de las claves en el desempeño de mis sucesivos
mandatos. Porque mi discurso y mi praxis políticos, radicalmente estatutistas,
no representan el término de una evolución en mis convicciones nacionalistas,
sino que son la plasmación concreta de mi respeto por la pluralidad vasca, que
ha encontrado en el Estatuto el único punto de encuentro capaz de mantenerla
cohesionada.
Así, por ejemplo, fue por esta razón, y no por ningún otro cálculo
político, por lo que en el otoño de 1991 me vi obligado a romper aquella
coalición tripartita de Gobierno con Eusko Alkartasuna y Euskadiko Ezkerra.
Entendí que en este País no era posible ni conveniente gobernar la
colectividad desde una coalición en la que uno de sus miembros ponía en cuestión,
con actuaciones de enorme calado simbólico y político, la misma validez del
Estatuto. Fue para mí una decisión muy costosa, entre otras razones porque yo
mismo me encontraba entre quienes habían promovido aquella coalición. Pero fue
la única decisión responsable desde mis propias convicciones. El tiempo -creo
yo- ha venido a darme la razón. Todos hemos aprendido cuáles son las reglas
que rigen el desarrollo del juego gubernamental.
Y esa misma razón es la que me mueve, en los momentos actuales, a no
sumarme a las posturas de quienes, desde el ámbito nacionalista, han dado en
certificar la muerte del Estatuto. Podría razonar mi posición de muchas
maneras. Pero sólo quiero utilizar un razonamiento muy simple. Si no somos
capaces de acumular las suficientes fuerzas políticas para lograr que este
Estatuto se cumpla en su plenitud, ¿cómo vamos a acumularlas para cambiarlo
por otro mejor y para que ese otro mejor se cumpla?. También en este punto es
necesario que todos sometamos nuestra praxis al test de la realidad, que da de sí
lo que da de sí y no lo que nos gustaría que diera.
Pero, dicho esto, mi respeto por el Estatuto me ha llevado también a
situar su “pleno y leal desarrollo” entre las prioridades de mi actuación
gubernamental. Esta insistencia en el pleno desarrollo estatutario ha
incomodado, a veces, a los socios no nacionalistas de mis Gobiernos y ha creado
tensiones en el seno de mis sucesivas coaliciones.
Desde actitudes de excesivo conformismo y supeditación a intereses
ajenos a esta Comunidad, los no nacionalistas han querido ver en esta
insistencia una especie de “pose nacionalista”, ignorando que sólo una
actitud activa y exigente respecto del desarrollo estatutario puede contribuir a
mantener estable el difícil equilibrio político que demanda precisamente la
pluralidad de nuestra sociedad. No se han dado cuenta de los efectos
desestabilizadores que puede tener su actitud pasiva y conformista a este
respecto.
Por eso, en mis sucesivos Gobiernos se ha vivido siempre la tensión que
crea un Estatuto no plenamente desarrollado: tensión entre el conformismo
pasivo y hasta “pasota” de los no nacionalistas y la tentación nacionalista
de dar por concluida la vigencia del ciclo estatutario.
En esa tensión he optado siempre por mantener un equilibrio, difícil
para mí e incómodo para las dos partes, que ha consistido en combinar la
confianza en la validez del Estatuto con la exigencia tenaz y hasta impertinente
de su pleno y leal desarrollo. Siempre he creído que en el mantenimiento de ese
equilibrio se dirimían la cohesión de nuestra sociedad y la estabilidad de sus
instituciones.
En ese esfuerzo por el equilibrio he llegado a protagonizar gestos simbólicos,
tanto de afirmación como de crítica, que me han acarreado la incomprensión y
la crítica de las partes. Uno de ellos, quizá el más sonado, aunque no el único,
ha consistido en mis inasistencias al Senado para el debate sobre el Estado de
las Autonomías.
Pero siempre he sabido también que mi actitud iba a encontrarse con
altas dosis de incomprensión, toda vez que iba a ser vivida como “tapón”
indeseable de las aspiraciones de los unos y como “aguijón” incómodo del
conformismo de los otros. Lo he asumido, sin embargo, consciente de que no podía
ser otro el papel que había de desempeñar un Lehendakari nacionalista en una
Comunidad tan compleja y plural como la nuestra.
Este ha sido, pues, mi comportamiento. Y no me ha resultado siempre fácil
mantenerlo, toda vez que mis convicciones y aspiraciones nacionalistas no se
sienten satisfechas por el Estatuto, sino que se orientan a la consecución de
una Euskadi plenamente soberana.
Otro de los ejes de mi actuación como Lehendakari a lo largo de estos años
lo ha constituido la búsqueda de la paz.
Y mis intentos e iniciativas se han desarrollado, como es natural, dentro de
esos mismos parámetros de respeto de la pluralidad y de ensanchamiento de los
consensos hasta ahora alcanzados. Siempre entendí que la paz no podía
consistir en la imposición de un proyecto político sobre otro, sino en la
conciliación y hasta en la reconciliación de los diversos proyectos dentro de
un proceso democrático sincero y abierto.
En este espíritu promoví el Acuerdo de Ajuria-Enea ya desde los
primeros años de mi mandato. En él actúa también la tensión entre la
ilegitimidad de la violencia para promover proyectos políticos y la legitimidad
de cualquier proyecto político para ser incorporado al consenso plural. Como ha
ocurrido con el Estatuto, también en el Pacto de Ajuria-Enea cada Partido o
grupo de Partidos ha querido agarrarse a uno de los polos de esa tensión,
arruinando las posibilidades de desarrollo que encerraba el Acuerdo.
En esta lucha, he de reconocer que quienes han pretendido hacer del
Acuerdo sólo un frente de firmeza
contra la ilegitimidad de la violencia “se han llevado el gato al agua”. Han
acabado haciendo del Acuerdo lo que siempre quisieron que fuera: un Pacto
exclusivamente antiterrorista y no un Acuerdo abierto a la plena integración.
Por lo que a mí respecta, y como me ha ocurrido en el caso del Estatuto,
nunca me he resignado a tirar por la borda el activo que todavía supone el
Acuerdo de Ajuria-Enea. Sigo creyendo que el Acuerdo es bueno y válido para
alcanzar la paz, y que sólo podrá ser abandonado, cuando alguien presente otro
mejor y capaz de concitar, al menos, el mismo grado de consenso que el presente.
No creo en soluciones o vías que nos hagan desandar el consenso alcanzado y nos
conduzcan a situaciones de mayor
confrontación. Lo que haya de hacerse tendremos que hacerlo reforzando y
ensanchando los acuerdos ya conseguidos, no rompiéndolos en aras de otros
inciertos y discutibles.
Pero, para ello, habrá que conseguir, primero, que todos los
participantes en el Acuerdo recuperen su espíritu y su intención originarios.
Ese es el empeño en que estoy metido en este año final de mi mandato. Mi propósito
es dejar en manos de quien me siga un instrumento para alcanzar la paz y no un
obstáculo en el camino que conduce a ella. Porque, si mi intento fracasa -y
fracasar sería, en este caso, quedarnos donde estamos-, habremos retrocedido a
la situación anterior a enero de 1988.
Las actuales tensiones entre los Partidos sólo pueden superarse con un
paso adelante, es decir, con una actitud valiente e inteligente por parte de
todos, que se atreva a sacar de aquel Acuerdo todas sus posibles conclusiones o,
dicho de otro modo, que se atreva a tirar de los cabos que aquel Acuerdo dejó
sueltos para tejer un consenso renovado que nos acerque definitivamente a la
normalización y pacificación de Euskadi.
La clave para que este consenso renovado sea posible consiste en que
nadie se acerque a él con cálculos de pérdidas o ganancias particulares. La
paz va a ser el único premio a repartir, y éste va a caer a modo de pedrea
para todos y no de gordo para nadie. En aras de la paz, todos deberíamos estar
dispuestos a “perder” más que ansiosos de “ganar”. Porque, si, como decía
antes, la paz no va a venir por la imposición de un proyecto sobre otro, sino
de la conciliación de los diversos proyectos que anidan en nuestra sociedad,
todos deberemos estar dispuestos a ceder algo de lo nuestro para que quepan
todos.
Yo estoy invitando a todos los Partidos a que hagan este ejercicio de
calibrar hasta dónde pueden razonablemente ceder
para dar cabida a la paz. Y ahora, en esta Asamblea nacional en que
presento este mi último Descargo, quiero invitaros también a vosotros, órgano
máximo del Partido Nacionalista Vasco, a que reflexionéis sobre qué es lo que
podría razonablemente dar nuestro Partido a cambio de la paz. Porque sólo así,
habiendo demostrado nuestra disposición a dar, tendremos legitimidad para
exigir a los demás lo que creemos razonable que también ellos deben ofrecer.
Naturalmente, para que esta disposición de todos los Partidos democráticos
a la generosidad pueda producirse, resulta imprescindible que también ETA y HB
pongan de su parte lo que se considera razonable por parte de todos. En primer
lugar, ETA debe dejar clara su voluntad inequívoca de poner fin a su conflicto
armado y permitir que se abra, sin la amenaza del ejercicio de la violencia, un
proceso de diálogo sin apriorismos ni condiciones previas, aceptando que su
proyecto es uno más de los que existen en nuestra sociedad.
El camino está, como es obvio, plagado de dificultades. Son muchos los
prejuicios, recelos, intereses e inercias que han ido acumulándose. Como es
mucho también el sufrimiento y los resentimientos que han ido generándose.
Pero las dificultades, que son muchas y muy grandes, no pueden ni deben servir
de excusa para no hacer un nuevo esfuerzo en pro de la reconciliación. Porque
de reconciliación, y no de otra cosa, es de lo que estamos hablando.
¿Es mucho soñar que, a las puertas del siglo XXI, en pleno proceso de
integración y reconciliación europea, también nosotros podamos lograrlo? Yo,
al menos, no renuncio a soñar. Y espero que quien me siga sea capaz de hacer
este sueño realidad.
Me he referido hasta ahora a tres referentes que han orientado mi actuación
como Lehendakari a lo largo de estos años: la pluralidad de la sociedad vasca,
el Estatuto como intento de plasmación jurídico-política de tal pluralidad y
la búsqueda de la paz como conciliación definitiva de todos los proyectos en
que nuestra pluralidad se expresa.
Quiero ahora terminar este repaso mencionando un cuarto referente, que
tampoco me ha abandonado nunca. Se trata de una cuestión que podría parecer más
doméstica, más familiar, pero que no deja de tener repercusiones para todo el
País. Me refiero a la recomposición del
nacionalismo democrático.
A nadie debería extrañar que también ésta haya sido una de mis
grandes preocupaciones. Al fin y al cabo, mi mandato como Lehendakari no nace sólo
bajo el signo del pacto, sino también bajo el trauma de la escisión.
Mucho hemos avanzado ya desde entonces. La herida ha dejado de sangrar.
Las dos organizaciones han ido ocupando sus respectivos espacios políticos y,
aunque no sin dificultades, han logrado entablar, desde el respeto recíproco,
relaciones cada vez más estrechas de colaboración.
Cualquiera que sea el objetivo final de cada una, no cabe ya duda de que
el camino común a seguir pasa por la intensificación de esas ya estrechas
relaciones y no por el distanciamiento o la agresión. La demanda social,
expresada por las opciones electorales de la ciudadanía y por otros
procedimientos sociales, será, en definitiva, la que vaya decantando el futuro.
A nosotros, los dirigentes, poco más nos corresponde hacer que estar
atentos y obedientes a esa demanda de la sociedad, sin pretender pasarnos por
excesiva ambición ni quedarnos cortos por timidez u otras razones. Sólo el
devenir de los acontecimientos, prudentemente manejados, desencadenará el final
de esta historia, que yo no considero aún concluida. Si mi mandato comenzó
bajo el trauma de la escisión, nadie podrá impedirme que lo termine bajo la
esperanza de la plena reconciliación.
Pero, dicho todo esto sobre los referentes básicos que me han permitido
orientar mi actuación como Lehendakari a lo largo de estos años, no quiero
terminar este Descargo sin mencionar también, aunque sólo sea brevemente, un
par de preocupaciones con las que abandono mi cargo. La primera se refiere a la
vertebración territorial del País. La segunda, a las relaciones entre el
Partido y las instituciones y, más concretamente, el Lehendakari.
Los dos asuntos, uno directamente y otro de manera tangencial, están
siendo debatidos en los foros pertinentes del Partido. Espero que se avance
hacia soluciones pactadas y eficaces. Para contribuir a ellas, y no con ánimo
de interferir, permitidme sólo dos palabras.
Cuando optamos por el actual modelo cuasi-confederal de País, sabíamos,
de un lado, que nos adentrábamos por un camino complejo y complicado, pero
esperábamos, de otro, que nos condujera hacia un País cada vez más compacto y
cohesionado. La historia nos imponía un punto de partida y nos señalaba, a la
vez, el objetivo al que queríamos llegar: un País unido, aunque no unitario,
capaz de fomentar una creciente conciencia de pertenencia común y de afrontar
los retos que, cada vez con mayor intensidad, plantea el proceso de globalización.
Hoy, casi veinte años después de aquella apuesta, podemos evaluar sus
resultados. Por lo que a mí respecta y desde la posición que ocupo, debo decir
que algunos de esos resultados me parecen inquietantes. No sé hasta qué punto
hemos avanzado en el camino de la vertebración. Advierto la vigencia de
tendencias disgregadoras, así como actitudes de desentendimiento, recelo y
rivalidad entre las diversas instituciones. Y los polos de esta tensión no
suelen ser el Gobierno, de un lado, y las Diputaciones Forales, de otro, sino
que estas últimas se convierten con frecuencia en polos de tensión entre sí.
El sistema tiene, sin duda, la virtud de la flexibilidad. Está, por
tanto, basado en la lealtad. No es un sistema reglado. Tiene, sin embargo, el
defecto de no disponer de un mecanismo establecido de corrección, cuando la
lealtad quiebra. Esta -creo yo- ha quebrado en repetidas ocasiones y el sistema
puede quedar, en consecuencia, bloqueado.
A falta de un mecanismo corrector, se ha recurrido con frecuencia a
instancias ajenas al sistema institucional, es decir, al Partido, para buscar en
él la solución. Este recurso es, a mi entender, muy peligroso. No hace otra
cosa que introducir y reproducir en el Partido las mismas tensiones que se
producen en el sistema y desgastar innecesaria e inútilmente a una instancia
que debería permanecer intacta, amén de poner de manifiesto que el sistema no
tiene mecanismos propios de resoluciones.
Pienso, por tanto, que se impone una reflexión sobre cómo dotar al
sistema institucional mismo de un mecanismo de resolución que ahora no tiene. Y
la experiencia me dice que tal mecanismo debería residir, con las salvaguardas
precisas, en el único órgano que, por responsabilidad y por necesidad, se debe
a la vertebración de todo el País, es decir, en el Gobierno como órgano común.
Pienso que esta afirmación no debería suscitar excesivas reticencias.
Yo os invito a tomarla en consideración desde su vertiente más pragmática. En
este juego difícil de las relaciones interinstitucionales, en el que todos
somos “parte interesada”, hay una parte, el Gobierno, que tiene que jugar,
por pura necesidad, la carta de la neutralidad. Porque la credibilidad del
Gobierno se dirime precisamente en su capacidad para actuar con neutralidad e
imparcialidad. En el caso del Gobierno, su parcialidad sería su propia ruina.
Creo, pues, que es a él al que deberían confiársele, con las debidas
cautelas, las funciones de arbitraje y equilibrio en la relación.
No estoy abogando, como es obvio, por un proceso de centralización ni de
recuperación de competencias. Tampoco por un sistema interinstitucional en el
que rijan los principios de jerarquización y subordinación. Me refiero sólo a
la búsqueda de aquellos mecanismos imprescindibles de resolución, que puedan
intervenir cuando la lealtad quiebra y que puedan prevenir incluso, por el mero
hecho de que existan, la quiebra de esa lealtad necesaria.
En cualquier caso, ésta es la opinión que yo emito con el único propósito
de contribuir a vuestro debate. Tiene a su favor el peso de una larga y variada
experiencia en todos los niveles institucionales, así como el “desinterés”
de quien no va a tener que lidiar ya personalmente con esas tensiones. Esa es su
mayor cualificación.
El otro foco de preocupación a que aludía lo constituyen las relaciones
entre el Partido y el Lehendakari. En este asunto, a diferencia del anterior, mi
valoración es globalmente positiva. Creo sinceramente que lo que ha venido en
llamarse “bicefalia” como mecanismo de reparto de funciones es bueno y que
ha funcionado a satisfacción durante el período en que me ha tocado desempeñar
mi cargo de Lehendakari. Las tensiones, inevitables, han ido resolviéndose a
base de diálogo, tolerancia y sentido de la responsabilidad.
En esta parte de mi intervención, quiero, por tanto, insistir en
aquellas actitudes que han contribuido a que el sistema de “bicefalia” haya
funcionado, de modo que puedan mantenerse y potenciarse de cara al futuro.
La primera actitud que ha funcionado ha sido, creo yo, el respeto de la autonomía
de las partes. Se ha reconocido desde el principio que tanto el partido como el
Lehendakari son instancias autónomas y que cada una de ellas desempeña
funciones diferenciadas en la sociedad. Lo contrario, es decir, el intento de
intromisión o de supeditación, habría significado el fracaso del sistema, más
aún en una situación de Gobiernos de Coalición entre Partidos de muy diversas
ideologías. Ni el Partido ha pretendido gobernar ni el Lehendakari ha
pretendido condicionar los posicionamientos ideológicos del Partido.
Esa autonomía de las partes no ha funcionado, por otra parte, de una
manera reglada y tasada de antemano. Habría sido imposible. Establecer a priori
un reparto estricto de funciones -algo
así como “la política” para el Partido y “la gestión” para el
Lehendakari-, además de imposible, habría resultado funesto. Ha prevalecido,
por tanto, la flexibilidad. “Política”
y “gestión institucional” son áreas con límites difusos, cuyas funciones
se solapan de manera constante. La tolerancia recíproca y la flexibilidad han
sido, en consecuencia, decisivas para el buen funcionamiento del sistema.
Más aún, en una sociedad tan plural y compleja como la nuestra, que va
a continuar previsiblemente teniendo Gobiernos de coalición, sería de todo
punto de vista inconveniente, si no imposible, tratar de privar al Lehendakari
de liderazgo político en el sentido fuerte de la palabra. En Euskadi,
la institución del Lehendakari se ha constituido ya en un referente político
para la ciudadanía, que demanda de él un liderazgo específico, distinto del
que encuentra en las respectivas instancias partidistas. La institución del
Lehendakari representa así un plus político añadido, al que sería estúpido
renunciar incluso desde los intereses del Partido que la ostenta. Debe disponer,
por tanto, de un margen de estricta gestión y liderazgo políticos, que sean
claramente percibidos por la ciudadanía como distintos de los que ejerce el
Partido a que pertenece.
Esta situación, que es y será inevitable, crea, sin duda, una relación
de tensión en el sentido positivo de la palabra. Pero, como toda relación
de tensión, ha de ser manejada con prudencia e inteligencia para que resulte
productiva y no paralizante. La prudencia y la inteligencia no están, por
gracia o por desgracia, sometidas a reglas objetivas y mensurables, sino que
forman parte de lo que viene en el bagaje de cada persona: en el “talante”
personal. Se dan o no se dan.
Pueden, sin embargo, cultivarse. Y se cultivan de hecho a base de diálogo,
de respeto, de tolerancia y hasta de paciencia
entre las partes. Yo debo decir que en el Partido he encontrado ese talante
hacia mí y que yo he tratado de tenerlo, también por mi parte, hacia el
Partido. Quizá por ello y, sobre todo, por un sentimiento de lealtad
recíproca y hacia la causa común
que defendemos, es por lo que el sistema de “bicefalia” de que se ha dotado
el Partido ha funcionado a satisfacción a lo largo de estos años. Espero y
confío en que así continúe funcionando en el futuro.
Y es que no debemos olvidar que también desde la institución
gubernamental y, más en concreto, desde la institución del Lehendakari se
contribuye, de manera decisiva, a reforzar y extender ese sentimiento de
pertenencia común, esa conciencia nacional, que debe estar en la base de
cualquier proyecto nacionalista.
Las instituciones tienen la responsabilidad de actuar en beneficio de
toda la sociedad. El que esa responsabilidad sea desempeñada por el
nacionalismo es sumamente importante. El ciudadano percibe que el nacionalismo
es capaz de desarrollar un proyecto en beneficio de todos, un proyecto no
excluyente, sino integrador. El buen hacer institucional del nacionalismo se
convierte así, por añadidura, en un factor de identificación y de construcción
nacional.
Yo creo que algo de esto ha venido ocurriendo en los últimos años. Las
instituciones de autogobierno han ido erigiéndose en referentes de identidad
colectiva para los ciudadanos vascos. Mirad, si no, la buena aceptación que éstos
demuestran hacia aquéllas. Cuando los ciudadanos aprueban tan mayoritariamente
la gestión de la Ertzaintza, de Osakidetza, de nuestro sistema educativo, de
nuestras infraestructuras, etc. están, pienso yo, haciendo un doble juicio.
Expresan, de un lado, su satisfacción por una gestión determinada y
manifiestan, de otro, su identificación global con “lo que es suyo”.
Este hecho es, a mi entender, muy importante. Indica el avance que se ha
producido en el proceso de desarrollar un sentimiento de pertenencia colectiva,
que es un presupuesto indispensable para cualquier proceso de construcción
nacional. La labor del nacionalismo desde las instituciones tiene el efecto, por
así decirlo, de la lluvia fina que empapa suavemente la tierra. No despreciemos
nunca esta función institucional. No nos desentendamos tampoco de ella. Todo lo
contrario. Si algo recomendaría yo al Partido al final de mi experiencia
institucional, es que conceda a las instituciones de autogobierno el importante
papel que se merecen en el proceso de construcción nacional y que les dé todo
el apoyo que tal papel requiere.
Voy a terminar. Pero, siendo éste mi último Descargo, no puedo hacerlo
sin expresar mi profunda gratitud al Partido por la confianza que en mí depositó
cuando me designó candidato a Lehendakari y que en mí ha mantenido a lo largo
de estos años.
Quiero deciros que fue aquél un honor al que nunca aspiré y con el que
nunca siquiera soñé. El mayor honor que, como nacionalista y como vasco, habría
podido concebir.
Os aseguro que siempre tomé aquel honor como un encargo y como una
responsabilidad. A vosotros, y a toda la sociedad, os toca juzgar el acierto o
desacierto con que lo he desempeñado. A mí me corresponde deciros que lo he
hecho según mi mejor saber y entender, con plena lealtad al Partido y, desde el
compromiso de servicio a Euskadi.
A mi Partido, Gracias